El mes de octubre va tocando a su fin y en nada se cumplirán dos meses desde que llegamos a las aulas. Las novedades del principio ya no lo son tanto; la normalidad y la rutina lo han ido invadiendo todo, y parece que la realidad es igual que siempre. El brillo del estreno fue poco a poco desapareciendo y las sorpresas iniciales dejaron de serlo…

¿De verdad que ya nada puede ser “nuevo”? Un conocido cuento narra la decepción de un antiguo monasterio que, asediado por la crisis y el aburrimiento, envía a su abad a consultar al sabio obispo los pasos que deben dar para recuperar el entusiasmo primero: “deben ser capaces de descubrir a Jesucristo, que se ha disfrazado y vive oculto en medio de los monjes”. El consejo fue cambiando, lentamente, las vidas grises de aquellos hombres buscadores de Dios, y los hizo capaces de retomar el entusiasmo y la novedad al sentir su casa humilde habitada por el Mesías.

Quizá la fiesta de “Todos los Santos” sea providencial en nuestros colegios, porque -como sucedió a los cansados monjes- nos trae el recuerdo permanente de que Dios mismo está oculto entre las rutinas y normalidades de cada día, empeñado en devolvernos brillo, sueños e ilusiones. ¿Y si Jesús también se hubiese colado entre nuestras realidades y nos diera la oportunidad de ser diferentes?

“Santos” era el calificativo con el que el propio San Pablo se dirigía en sus cartas a los bautizados. No era un piropo ni una forma de captar su benevolencia. Era el reconocimiento de su condición, que le venía dada tras incorporarse a la comunidad de los creyentes que querían seguir las huellas del Resucitado. Como si Él mismo ya les estuviera regalando lo más importante de su condición divina. Sí, aunque nos suene raro, también nosotros hemos sido dignificados de esa forma, y ahí está lo que nos define y nos marca, lo que nos compromete a vivir una vida más seria y más nueva.

Tal vez estemos equivocados y no sea esta fiesta el momento de mirar hacia arriba, ¡los cielos!, para sentirnos pequeñitos y hechos de otra pasta mientras habitamos las tristes rutinas. Quizá sea la ocasión ideal para dirigir la mirada a nuestro alrededor… ¿Qué conseguiremos con eso? Reconocer que Dios ya puso su morada entre nosotros (Jn 1,14), y por tanto nos contagió de todo lo suyo, de su dignidad y grandeza, de su capacidad de amar y aspirar siempre a algo mejor.

Cómo disfrutaríamos y cuántos horizontes de novedad se nos abrirían si cambiásemos un poco la mirada, y nos hiciésemos capaces de observar la realidad de una manera diferente, reconociendo como los monjes del cuento, que toda persona esconde un poco a Jesús, algunas de sus cualidades, y mucho de la novedad que Él se empeñó en instaurar en este mundo como anuncio de su Reino.

Quizá la santidad no sea un título para gente selecta o lejana, sino un esfuerzo en la mirada para saber reconocer -también en nuestras comunidades educativas de tonos otoñales- a Aquél que todo lo hace nuevo, que nos sorprende regalándonos novedad, y que nos da la capacidad de hacernos santos con solo mirarnos con amor los unos a los otros.

Javier Garzón
Coordinador de Pastoral. Fundación Educativa Santo Domingo (FESD)