Ese fin de semana esperábamos estar de convivencia, prevista con el grupo de catequistas de la parroquia. Los jóvenes la llevaban preparando desde hacía más de un mes y todos estaban, días antes, nerviosos e ilusionados.
Aunque no llovía tanto como anunciaban las previsiones, debido a la alerta roja decretada, decidimos anular la convivencia con la consiguiente desilusión del grupo de jóvenes catequistas.
Pero llovió y mucho. No aquí, en Torrent, que, aunque bien es verdad que cayó agua durante bastante tiempo, lo hizo, digamos, de manera “educada”, sin provocar daños. El problema estaba más arriba, en localidades más hacia el oeste como Utiel, Requena, Chiva…
Y entonces, al atardecer, empezaron a llegar noticias de desastres por todas partes: vídeos por TikTok, mensajes por el WhatsApp (que a esas horas ya “echaba humo”), llamadas de teléfono… Todos nos hacíamos eco de noticias que hablaban del desbordamiento del barranco, de coches arrastrados por la corriente, de casas inundadas…
Tras una noche cargada de incertidumbre, amaneció y la luz del sol alumbró el desastre.
La preocupación por buscar y encontrar nuevas fechas para la convivencia con los jóvenes catequistas se esfumó de repente. Conmocionados, tomamos conciencia de lo que había sucedido. Muchos intentaban contactar con sus familiares de Picanya, Paiporta… y no obtenían respuesta; comenzaban a llegarnos los primeros testimonios directos de amigos que narraban cómo habían perdido sus coches, cómo se habían salvado, cómo el agua había irrumpido de golpe en sus viviendas… Y, por dentro, saltó la oración, que se transformó en un impulso que nos decía que teníamos que actuar y que no podíamos quedarnos de brazos cruzados.
Y entonces surgió espontáneamente, abriéndose paso en nuestro corazón, la llamada a actuar. La convivencia prevista y anulada se transformó en una acción abierta y solidaria para ir a ayudar.
Ahí jugaron un papel importante los grupos de WhatsApp. En apenas media hora el grupo de jóvenes de la parroquia ya habían puesto en marcha la maquinaria: crearon un QR para quienes quisieran inscribirse, pasaron los mensajes por todos los grupos de los que formaban parte, decidieron el lugar en el que iban a concentrar su acción (Picanya y Paiporta, por ser las dos poblaciones más cercanas a las que podíamos acceder andando), extendieron la convocatoria a otras parroquias, establecieron la puerta de la iglesia como punto de encuentro y determinaron los horarios para poder ir en grupo.
De pronto se había generado un movimiento de voluntariado que desbordaba nuestras previsiones. El primer día nos juntamos más de 300 personas. Hoy, casi un mes más tarde, aún siguen acercándose voluntarios procedentes de todas partes de nuestra geografía.
Todo ello requería también cierta logística, y ahí se implicaron admirablemente tanto el colegio, como la parroquia y la comunidad religiosa. Una comunidad que, pese a estar formada en su mayor parte por religiosos ya jubilados, abrió sus puertas para que los voluntarios pudieran subir a asearse, a cocinar, a dormir, a conversar…
Es cierto que el perfil de los voluntarios ha ido cambiando con el paso de las semanas. Al principio eran en su mayoría vecinos del pueblo. Después empezó a llegar también gente de distintos puntos de España y con diferentes perfiles profesionales… Pero en todos se adivinaba un mismo patrón: personas que anteponían el deseo de ayudar a la comodidad de su hogar, a sus obligaciones en sus empresas y negocios, e incluso a su salario o vacaciones por unos días, con tal de hacerse presentes donde sabían que eran necesarios.
Unas semanas después de la catástrofe no he podido evitar dedicar algún momento para reflexionar sobre esta experiencia vivida. Y preguntarme acerca de cuáles han podido ser las razones que han movido el corazón de tanta gente para generar, de manera altruista y desinteresada, una ola de solidaridad que ha salvado vidas y devuelto algo de esperanza, no solo a los damnificados por la DANA, sino también a la humanidad. No son pocos los vídeos que circulan por las redes sociales poniendo en tela de juicio, después de lo vivido aquí, algunos de los prejuicios que, equivocadamente, muchos tenían respecto a los jóvenes.
Creo que hay dos cuestiones profundas en el ser humano que en momentos así se ponen en juego y que explican ese salto hacia el hermano. Dos fortalezas jugadas magistralmente desde el ejercicio de la libertad que nunca perdemos, aunque a veces no seamos del todo conscientes de ello.
La primera es la convicción de la naturaleza buena con la que Dios dotó al hombre. Dios, cuando nos creó, miró y pensó “lo he hecho bien”. Y, en segundo lugar, la fe en la capacidad que tenemos todos, en el fondo, de descubrir aquello que da verdadero y pleno sentido a la vida. Y que no es otra cosa que la entrega a los demás… a ejemplo de Jesús.
Es cierto que ha habido también voluntarios de los de “hacerse la foto y mancharse”. Conocemos algunos. A Dios gracias muy pocos. La inmensa mayoría han sido personas que han cargado con su vida a cuestas y han venido, sin hacer cálculos de posibles pérdidas empresariales, sin tener asegurado ni siquiera dónde dormir y comer… simplemente a ayudar. Dice el libro de los Proverbios: “hay quien es generoso y se enriquece”.
Esta crisis que hemos vivido también ha dado sus buenos frutos: personas que iban perdidas y que, a la luz de esta experiencia de ayuda al prójimo, se han replanteado qué hacer con sus vidas; nuevas amistades forjadas en el descubrimiento del buen corazón que anida en el otro; gentes que han descubierto que, como el aceite de la alcuza de la parábola de las diez vírgenes, la alegría interior y el sano orgullo rebosan en nuestro corazón cuando damos lo mejor de nosotros mismos; cientos de mensajes de ánimo y agradecimiento que los voluntarios iban recibiendo de alumnos de diversas escuelas y de las familias afectadas… Miguel, un nuevo y buen amigo de estos días, dio como lema a un grupo de voluntarios electricistas: “damos luz, damos vida”.
Quiero dar gracias a Dios por esta experiencia en la que nos hemos visto inmersos y en la que hemos sido testigos de cómo miles de personas decidieron romper el umbral de la comodidad y de una vida que busca seguridades para ser generosos sin cálculos ni ambigüedades. La respuesta de los voluntarios ha sido ejemplar. Ha superado todas las expectativas.
Y para terminar, os dejo con dos de mis preocupaciones actuales: en primer lugar, cómo conseguir que este golpe de solidaridad se mantenga en el tiempo y no quede en una anécdota puntual con la que alardear en una cena con amigos; y, en segundo lugar, cómo involucrar a nuestros alumnos y alumnas en esta dinámica que se ha desatado. Unos ya se engancharon y, desde el primer día, se unieron al grupo. Otros, siguen ahí, pegados a sus móviles y comodidades, perdiéndose lo mejor de la vida.
Así sea…
Fr. José Vicente Miguel March
Religioso Amigoniano
5 de diciembre, Día Internacional de los Voluntarios