El sonido del timbre que anuncia el cambio de clase, el bullicio en el pasillo a la vuelta del recreo, el eco atropellado en mitad del temido ‘listening’, el murmullo acompasado de la hora de música, la celebración del último penalti o las carreras al terminar la jornada sorteando la sinfonía de la rueda de las maletas… ¿Es la ‘banda sonora’ de un centro educativo una melodía de aprendizaje o es el epicentro de una tormenta que perturba el descanso del barrio? En los últimos tiempos, el debate mediático y el crecimiento de críticas relacionadas con el ruido generado por los centros educativos han derivado en un enfrentamiento social y político entre bandos que hacen malabares sobre la importancia de conciliar el ‘ruido’ del saber con la convivencia en su entorno.

Ante esta situación, los docentes veteranos de cada lugar, rescatarían alguna fábula clásica que, adaptando «La Torre de Babel», pudiera servir de mediación entre posturas enfrentadas. “En un valle fértil, los animales de diversas especies vivían en armonía. Sin embargo, un día, una extraña quietud se apoderó de ellos. De repente, todos los sonidos desaparecieron: los pájaros dejaron de cantar, los lobos de aullar y los grillos de chirriar”, entonarían como reclamo para llamar nuestra atención.

En este relato contarían que, al principio, los animales intentarían comunicarse a través de gestos y señas, pero pronto se darían cuenta de que no sería suficiente. “La falta de palabras los separó, creando malentendidos y conflictos. Los animales que antes compartían, desde el ruido que los envuelve, sus conocimientos y experiencias con sonidos ahora se encontraban aislados, incapaces de ayudarse mutuamente y convivir”, reforzarían en su argumento.

“Un grupo de castores, conocidos por su habilidad, intentó guiar a los demás animales hacia fuentes de agua, pero sin palabras para explicar sus métodos sus esfuerzos fueron en vano. Los osos, que solían advertir sobre los peligros, no pudieron alertar a los demás sobre un incendio que se acercaba. Poco a poco, la población vivió en silencio, pero se sumió en el caos de la individualidad. La falta de comunicación llevó a la desconfianza, la soledad y el egoísmo. Los animales, antes unidos por su capacidad de convivir, se convirtieron en extraños, incapaces de entenderse o cooperar”.

La ausencia de sonido del relato les llevó a un peligroso conflicto. En nuestros centros educativos los vecinos reclaman silencio argumentando que el bullicio perturba la tranquilidad y afecta su calidad de vida. Un día será el ruido del patio al final de la tarde, al siguiente será la sirena y quizás algún día termine siendo la salida en grupo. Pero, ¿es posible silenciar el aprendizaje? ¿Podemos exigir a los niños que aprendan en un ambiente continuo de ‘turno de biblioteca’? El ruido, en cierta medida, es inherente a la actividad educativa, que va en muchos casos más allá de un horario ‘fijo’. Es el sonido de la interacción, del debate, de la exploración y, sin olvidarlo, de la alegría que, en muchos casos, se extiende más allá del tiempo lectivo.

No podemos negar que el ruido excesivo puede ser molesto, pero tampoco podemos ignorar que los centros educativos son espacios de vida, de crecimiento, de socialización y abren sus puertas al entorno para generar bienestar y ser espacios de encuentro. En muchos casos se ubicaron en las ciudades en áreas donde las viviendas se fueron configurando posteriormente a su alrededor teniendo a estos como puntos de referencia, como complemento de los servicios ofrecidos en la zona, y como eje de la revalorización urbanística de los propios edificios que se fueron anexando. El ruido que generan es, en parte, el precio que la sociedad paga por cuidar y ver crecer a los ‘ciudadanos del mañana’ desde emplazamientos educativos y participativos que enriquecen a cada localidad desde su amplia oferta educativa y extraescolar.

En las últimas décadas las calles se fueron llenando de carteles que anunciaban que estaba ‘Prohibido jugar a la pelota’ y, a consecuencia, se vaciaron todos los rincones de protagonistas del juego a los que se les iba invitando a un nuevo contexto de pantallas. Ahora, que también se escucha el lamento de este cambio generacional, se presenta el desafío en estos días para encontrar un punto de equilibrio. Se deben buscar soluciones que permitan reducir el impacto del ruido en los vecindarios sin sacrificar la calidad de la educación. Se han dado pasos para implementar medidas como la insonorización de aulas, la regulación de horarios y la promoción de actividades que generen menos impacto, pero también es necesario el compromiso de la sociedad para entender ‘la letra pequeña’ de este contexto velando por la rica convivencia.

Debemos aprender a valorar el ‘sonido del saber’, sin que este se convierta en una fuente de conflicto. La clave está en el diálogo, la empatía, la búsqueda de soluciones creativas y la construcción de puentes que beneficien a todos en un mundo que se llena continuamente de restricciones, especialmente cuando se habla de menores.

Quizás sea un buen momento para que todos los centros renueven este compromiso mirando a su entorno y cuelguen en sus fachadas: ‘Prohibido educar en silencio’. 

Carlos Martín Trejo
Delegado de Comunicación
Salesianos Inspectoría María Auxiliadora