La celebración del Año Jubilar de 2025, bajo el lema Peregrinos de esperanza, nos invita a reflexionar sobre el poder transformador de la esperanza en nuestras vidas y en nuestra misión educativa. Desde la perspectiva de la escuela católica, esta invitación del papa Francisco no puede limitarse a una exhortación espiritual: nos desafía a repensar nuestra tarea educativa como un verdadero camino de esperanza compartida.

La escuela católica no es una institución más en el panorama educativo de nuestro país. Su identidad radica en ser signo y constructora de esperanza en medio de una sociedad marcada por retos cada vez más complejos: desigualdad social, crisis de valores, incertidumbre climática y un desarrollo tecnológico que promete tanto como amenaza y que también llega al debate educativo. En este contexto, educar en y para la esperanza se convierte en un acto profundamente contracultural.

La esperanza que promovemos no es un optimismo simplista, esa actitud ingenua que confía en que todo saldrá bien sin más esfuerzo que el paso del tiempo. Nuestra esperanza es radical, enraizada en la certeza de que toda persona tiene un valor infinito porque es imagen de Dios. Es un compromiso con la construcción de sentido frente a las contradicciones de la existencia. Nos impulsa a enfrentar los desafíos sin rendirnos, sabiendo que cada paso, por pequeño que parezca, tiene un propósito trascendente.

Al comenzar un nuevo año, la incertidumbre y los desafíos se presentan como un peso en nuestra mochila: la difícil sostenibilidad económica, el debate polarizado sobre el modelo educativo y el cuidado de nuestra identidad. Pero, como peregrinos que somos, no caminamos solos. Nuestra misión es sostener la esperanza frente a lo inesperado, siendo testigos de una fe que no se agota en palabras, sino que se traduce en acciones concretas de cuidado y acompañamiento.

La tarea educativa de la escuela católica tiene mucho que ver con ser un faro de sentido en medio de la oscuridad. Optar por este modelo educativo es optar por el cuidado integral: no solo del aprendizaje, sino también de las personas en su totalidad. En nuestro caminar como peregrinos de esperanza, no dejamos atrás a nadie. Atender a los más vulnerables no es solo un principio ético, sino el elemento central de nuestra identidad. Cada alumno, cada familia, cada docente, cada directivo, merece nuestra atención y dedicación, especialmente quienes cargan con el peso de situaciones más difíciles.

Esta apuesta por el cuidado también abarca los valores que transmitimos. La esperanza que educamos invita a mirar más allá de lo inmediato, a confiar en los talentos del otro y a trabajar juntos por un mundo más justo y humano.

Para ser esperanza y construirla, necesitamos una identidad clara. Nuestra fuerza proviene del Evangelio, que nos impulsa a ser audaces en el amor, creativos en la justicia y generosos en el servicio. Esta identidad no es un simple añadido, sino el núcleo desde el que surge todo lo que hacemos. Cuando somos fieles a esta raíz, podemos ofrecer una educación que inspire, libere y trascienda.

La peregrinación no es solo un recorrido físico, sino un viaje interior que transforma nuestra manera de estar en el mundo. Como educadores, somos peregrinos que avanzan con fe, testigos de una esperanza que hemos recibido, y acompañantes de quienes necesitan apoyo en el camino.

Nuestra tarea no termina en las aulas. La escuela católica es una comunidad que camina junta, que celebra los logros, pero también se detiene para sanar heridas, ofrecer descanso y renovar fuerzas. Porque educar es, en su esencia, un acto profundamente esperanzador. Cada lección enseñada y aprendida, cada diálogo compartido, cada gesto solidario, cada esfuerzo por abrir horizontes nuevos, es un testimonio de confianza en el futuro. Como peregrinos de esperanza, seguimos caminando, no porque tengamos todas las respuestas, sino porque creemos en el sentido de cada paso.

Que este Año Jubilar nos encuentre firmes en nuestra misión, creativos en el cuidado y audaces en la esperanza. Porque en cada gesto educativo, en cada vida transformada, somos testigos del Evangelio vivo. Y ese es, sin duda, el mayor signo de esperanza que podemos ofrecer al mundo.

Pedro José Huerta Nuño
Secretario General de Escuelas Católicas