En un mundo lleno de cantos de sirenas estamos tentados, como Ulises, a taparnos los oídos o a amarrarnos al mástil de antiguas seguridades para evitar estrellarnos contra las múltiples dificultades que la sociedad presenta a la escuela. Sin embargo, el Papa, en su reciente Exhortación Apostólica postsinodal “Christus vivit” [CV], invita a las instituciones educativas católicas a hacer como Orfeo y entonar nuestro hermoso canto más alto [Cf. CV223].

Nuestra sociedad, y en especial los jóvenes, ansían una felicidad que solo podrá dar una sabiduría humana que humaniza porque es capaz de facilitar “la experiencia del kerygma, el diálogo a todos los niveles, la interdisciplinariedad y la transdisciplinariedad, el fomento de la cultura del encuentro, la urgente necesidad de `crear redes´ y la opción por los últimos, por aquellos que la sociedad descarta y desecha. También la capacidad de integrar los saberes de la cabeza, el corazón y las manos” [CV222].

Dicha pedagogía hunde sus raíces en el Evangelio, en la Buena Noticia de un Dios que en Jesús Vive y actúa en-con-por cada uno de nosotros. En este tiempo en el que nos preparamos a la celebración del misterio pascual, esta melodía cobra si cabe más fuerza: “Él está en ti, Él está contigo y nunca se va. Por más que te alejes, allí está el Resucitado, llamándote y esperándote para volver a empezar. Cuando te sientas avejentado por la tristeza, los rencores, los miedos, las dudas o los fracasos, Él estará allí para devolverte la fuerza y la esperanza” [CV2].

Este es el gran reto al que están llamadas a responder las escuelas católicas en el siglo XXI, para ayudar a los alumnos a establecer los dos pilares más importantes del conocimiento: aprender a ser y aprender a vivir juntos. En ellos se juega la felicidad personal y el sueño de una sociedad justa y pacífica.

Mercedes Méndez
@memesira