En no pocas ocasiones, y durante estos últimos años, el papa Francisco suele emplear la frase: «La Tercera Guerra Mundial ya comenzó, solo que se libra en trozos pequeños, en capítulos». El Día Escolar de la Paz y la no Violencia siempre es una oportunidad para reflexionar en la comunidad educativa sobre este acontecimiento, y poner en marcha mecanismos de desactivación del guerrero que llevamos dentro, al tiempo que necesitamos nutrirnos de la paz que se hace experiencia de cuidado, respeto y hospitalidad.
Esa Tercera Guerra Mundial se sustenta sobre los discursos del odio que nos enfrenta a los seres humanos; se nutre de la cultura de la prepotencia que invisibiliza a los extraños desarrollando bulos y mentiras como las que expresaba una viñeta de El Roto: “¡Aquí no cabemos más ellos!”. También, a pequeña escala, se alimenta de las constantes vejaciones que sufren niños y adolescentes por sus compañeros, encontrando mil maneras de chantajear y amenazar, con la complicidad de los dispositivos móviles.
Hemos de tener la mente clara y abierta para detectar las nuevas y viejas violencias: aquellas que dividen el mundo en un nosotros claro y puro frente a un ellos amenazante. Y esas otras que fomentan el dominio de los fuertes sobre los débiles. Es una violencia mental que cala en el entramado social y mantiene viva la defensa frente al otro diferente. Esa mentalidad se cuela en los colegios y las nuevas generaciones tienen el peligro de crecer fomentando un pensamiento, un discurso y unas prácticas donde el extraño, el acomplejado y el vulnerable lo van a tener muy difícil. Algunas personas necesitan vivir con enemigos reales o inventados.
El franciscano Richard Rohr nos recuerda que en el Japón posterior a la II Guerra Mundial se plantea el drama de los soldados que volvían de la guerra y no estaban preparados para la vida civil. Su única identidad había sido ser un soldado leal a su país; necesitaban una identidad más amplia para volver a encontrarse como ciudadanos con otros.
Las comunidades japonesas crearon un rito comunitario en el que a un soldado se le agradecía públicamente por su servicio. Después, un anciano se levantaba y anunciaba con autoridad: “¡La guerra ha terminado!”, “La comunidad necesita que dejes pasar aquello que te ha servido y que nos ha servido a nosotros bien hasta ahora. La comunidad necesita que vuelvas ahora como un hombre, un ciudadano”. Este proceso se llama “licenciar a tu soldado leal”.
El 30 de enero bien podríamos hacer este pequeño rito en nuestros colegios. Dejar marchar a ese pequeño o gran soldado que tantos alumnos, profesores y padres y madres llevamos dentro. Todo lo que conlleve descalificación hacia el otro, falta de respeto y cualquier forma de maltrato o abuso ha de quedar fuera del espacio educativo. Y si existe, hay que denunciarlo y desmantelarlo.
Ser promotores de paz conlleva tres apuestas para este tiempo:
- desarrollar un pensamiento crítico donde los bulos no presidan nuestras conversaciones;
- fomentar el cuidado de la palabra, porque podemos emitir palabras en forma de caricia que cuida o comunicar veneno que arrasa;
- generar espacios de convivencia en medio de las diferencias; hoy la paz se construye con puentes de diálogo, trabajo cooperativo e inmersión en una justicia restaurativa que traiga mejores resultados que la sola justicia punitiva.
Luis Aranguren Gonzalo