Existen experiencias que sabes que son imprescindibles vivir al menos una vez en tu vida, o así lo creía yo. Todo merece la pena vivirse una segunda vez, y así me ha ocurrido a mí con la Jornada Mundial de la Juventud celebrada el pasado mes de agosto en Lisboa. Debo admitir que cuando oí hablar de esta nueva Jornada sentí una atracción inexplicable, no sé decir un porqué, pero algo en mi interior me invitaba a no perdérmela.
La Jornada Mundial de la Juventud (JMJ) es un evento religioso católico del que podemos obtener frases y mensajes que dejan una huella imborrable en nuestra historia personal. Cada JMJ representa un viaje espiritual hacia una mayor conexión con la Iglesia y con nuestra fe.
En mi experiencia, no se trata solo de un encuentro masivo, sino también de profunda introspección y crecimiento espiritual. Cada frase conmovedora que he escuchado me ha recordado la importancia de mantener mi corazón abierto a la Iglesia y a mi fe. He podido sentir que era yo quien se integraba en la Iglesia, levantando puentes de amor y comprensión que trascienden las fronteras y las diferencias.
Así, a lo largo de las Jornadas Mundiales de la Juventud, he conservado palabras que han sido faros en mi camino espiritual, recordándome que la Iglesia es el lugar donde acudir y donde trazar mi camino. Estas palabras han enriquecido mi relación con la Iglesia y han fortalecido mi compromiso de abrir mis puertas, mis brazos y mi vida a la comunidad creyente, en un constante movimiento de acercamiento y amor.
Sin embargo, en Lisboa, la vivencia fue completamente diferente, experimenté una transformación única. La Iglesia daba un paso al frente, extendiendo sus brazos hacia nosotros, hacia los jóvenes, hacia todos aquellos que buscábamos respuestas y significado en medio de un mundo en constante cambio. En lugar de descubrir que debo integrarme en la Iglesia, he sentido con fuerza que es la Iglesia la que se integra en mi vida.
Mis oportunidades y debilidades eran asumidas. La Iglesia acoge mis riquezas y pobrezas, se hace madre y espacio de acogida sin condiciones. Me he sentido abrazado en mis imperfecciones e inquietudes. Lisboa se convirtió en un espacio de encuentro donde la acogida y la escucha se hacen realidad, un puerto seguro para todos aquellos que afrontamos las travesías, los naufragios y las tormentas de la vida.
Todo comenzó con una gran invitación misionera por parte del papa Francisco cuando, dirigiéndose a todo el clero presente, nos dijo: “Vayan a los confines y traigan a todos, todos, todos, todos: sanos, enfermos, chicos y grandes, buenos y pecadores. Todos. Que la Iglesia no sea una aduana para seleccionar a quienes entran y no. Todos, cada uno con sus vidas a cuestas, con sus pecados, pero como está, delante de Dios, como está, delante de la vida… Todos. Todos. No pongamos aduanas en la Iglesia. Todos”.
El papa Francisco tenía claro que era el momento y quiso que la JMJ fuera un hito en su promoción por la cultura del encuentro. Desde el principio, en la ceremonia de acogida, provocó un verdadero encuentro cuando dijo: “En la Iglesia hay espacios para todos, ninguno sobra”.
Y así es como la misión comenzó para todos los presentes, para todos aquellos que, estando o no en Lisboa, escuchamos estas palabras y nos sentimos acogidos, encontrados.
Y ahora desde el recuerdo de esas palabras, realizamos el camino de vuelta, recordando y haciendo vida lo escuchado en nuestros propios centros educativos de diferentes maneras, creando:
– Escuelas de inclusión: un camino de inclusión que acoge a todos, independiente de sus antecedentes, habilidades, capacidades diferentes o necesidades. La Iglesia garantiza que todos tenemos igualdad de oportunidades para acceder a la educación y participar plenamente de ella.
– Escuelas de no discriminación: no puede haber aduanas en nuestros centros, debemos de evitar cualquier discriminación. Todos los estudiantes deben ser tratados con igualdad y respeto, sin excluir o seleccionar en función de su género, orientación sexual, religión, raza, origen étnico u otras características personales.
– Escuelas que reconocen y celebran la diversidad, reflejos de Dios Trinidad: esto implica adaptar enfoques educativos para satisfacer las necesidades individuales y proporcionar apoyo adicional cuando sea necesario.
– Escuelas que promueven la actitud crítica y el diálogo: espacios donde se cree un ambiente libre, donde todos puedan expresar sus pensamientos, preguntas y preocupaciones, y aprender a comprender y respetar las opiniones de los demás.
– Escuelas que se preocupan por la vida de las personas tal como son: esto implica proporcionar todo apoyo necesario para el bienestar emocional y de salud mental.
– Escuelas que promueven la justicia y la equidad: nuestros centros deben ser promotores de las políticas y prácticas del futuro que buscan la igualdad desde el reconocimiento de la pluralidad.
– Escuelas que suscitan la experiencia de Dios: tenemos que ser un espacio donde todos podamos explorar nuestras dimensiones más profundas de la vida y de nosotros mismos, incluyendo nuestra relación con lo divino, con lo espiritual.
El mensaje del papa Francisco, en la Iglesia hay espacios para todos, seguirá resonando en nuestros corazones mucho tiempo, pero juntos debemos de seguir trabajando para que no se quede en unas bonitas palabras. Que la acogida a la humanidad débil sea el signo de nuestro hacer diario para que realmente podamos seguir creando espacios de encuentro que crean nuevas realidades.
Antonio Torres García
Religioso Trinitario