En una conferencia destinada a educadores no se puede ocultar que vivimos una época compleja para la educación. Cuando un profesor entra en un aula encuentra un panorama muy diferente al de hace 20 años. Los valores que el trabajo docente representa -el conocimiento, la autoridad- han perdido el crédito que los investía y ahora, cada mañana, los docentes debemos ganarlo todo: la atención, el interés de los chicos, la credibilidad, la confianza, el respeto. ¿Son peores estos jóvenes que los de hace 20 años? Por supuesto que no.
En 1930, José Ortega y Gasset describió en su libro “La rebelión de las masas” los perfiles negativos de sus contemporáneos. Los calificaba como vaciados de su propia historia, sin entrañas de pasado, sin intimidad, dispuestos a fingir cualquier cosa, incapaces de entender que haya misiones particulares, vocaciones… abandonados a la impresión de que la vida es fácil, y por tanto convencidos de que son dominadores y triunfantes, acostumbrados al exceso en lo material, sin autocrítica ni escucha, cerrados a toda instancia exterior, que ni ponen en tela de juicio sus opiniones ni cuentan con los demás. El gran filósofo español, arrastrado por la desesperanza del período de entreguerras del siglo XX se preguntaba: “¿Puede hoy un hombre de 20 años formarse un proyecto de vida que tenga figura individual y que por tanto necesite realizarse mediante sus iniciativas independientes, mediante sus esfuerzos particulares?”[1]. El retrato colectivo orteguiano y su pregunta esencial nos parecen asombrosamente actuales. La desesperanza de muchos de nuestros jóvenes y la toalla tirada de sus familias se enmarca hoy en el sistema económico y social que nos gobierna, sucesor natural de aquel triste período de la historia, pero posiblemente es intemporal. Coincide, de hecho, con el retrato que hace, por ejemplo, Agustín de Hipona sobre su propia juventud dispersa: “¡Ojalá hubiera tenido yo entonces quien pusiera medida a mi agitación, quien me hubiera enseñado a usar con provecho la belleza fugitiva de las cosas nuevas marcándola con una meta!”[2].
Tal es la esencia de la tarea docente, nadie podría definirla mejor. En nuestros centros escolares se encuentran personas en construcción hacia su vida adulta pero no las debemos ver simplemente como figuras que están de paso o proyectos de algo que todavía no son. El carisma de la docencia nos muestra a las claras que los niños y los adolescentes son personas en presente. Bajo la apariencia de banalidad de un adolescente preocupado por las modas late un alma profunda que sufre, ama y vive una vida real en un tiempo real. Nuestros alumnos reflejan la actitud general de la sociedad. Sus modelos éticos son los que esta les presenta. Esos chicos y chicas preguntan cada día a sus profesores algo muy difícil de responder: “El esfuerzo que me pides, ¿para qué sirve?”. Y estamos obligados a marcarles metas.
La escuela que queremos sigue conteniendo como esencia un fuerte componente ético: las virtudes clásicas, que son los verdaderos y únicos avances de la humanidad: inteligencia, prudencia, sabiduría profunda, conocimiento de nuestros límites, templanza en los juicios, pasión por la verdad, atención a los demás, autocontrol, reconocimiento de que somos una hermandad que solo puede progresar si se ayuda mutuamente. La tarea docente se realiza de principio a fin en el sistema de valores. Y desempeñarla bien nos obliga a realizar un viaje hacia el interior que tiene un componente muy grande de decisión personal, de templanza, de consciencia, de espíritu. Como dice Heidegger: “Tiene espíritu quien se decide originariamente, templado y consciente, por acercarse a la esencia del ser”[3]. O, dicho de otra manera: “Fuera de mi corazón estoy fuera de mi casa”. Es Agustín de nuevo[4].
Así que la escuela que queremos acepta las herramientas casi ilimitadas que ofrece el progreso pero las articula como medio para favorecer las interacciones entre todos los que forman parte del proceso educativo y la participación de la comunidad. A través del diálogo y la ciencia cada escuela contiene un proyecto transformador con doble objetivo: permitir a cada alumno alcanzar el máximo de sus posibilidades y mejorar la convivencia social.
Nuestros alumnos aprenden los valores importantes en la vida cuando nos observan, no cuando nos escuchan hablar sobre ellos. Ellos nos adivinan, nos ven tal como somos en realidad, de ahí que la falta de amor a ellos y a nuestro trabajo nos desprestigie ante sus ojos. Así que la primera actitud para poner en práctica este carisma dialógico de la educación es la observación de nuestro comportamiento e incluso la autocrítica. ¿Vivo los valores como parte de un compromiso, de fe en lo trascendente y de fe en las posibilidades de cada alumno? Por supuesto sin perder de vista que el proceso del desarrollo ético y religioso de los jóvenes va a la par que el nuestro. Así que la escuela debe prepararse para ofrecer:
- Frente al cortoplacismo del ambiente, el proyecto personal.
- Frente al individualismo, el personalismo.
- Frente al gregarismo, la participación y la solidaridad.
- Frente al consumo desenfrenado, la austeridad.
- Frente a la ética indolora, la exigencia de las responsabilidades.
- Frente a la exterioridad, el pensamiento.
- Frente a la disgregación, el fortalecimiento de los vínculos.
- Frente a la frialdad, la compasión.
- Frente a la fuga, la libertad.
Existe en nuestro tiempo, la posibilidad de la libertad, la posibilidad de la educación en valores, la posibilidad de vivir en profundidad una fe cristiana. Existe en nuestros centros la posibilidad cierta de desarrollar y dar por tanto vida -mapa, sentido, brújula- a los niños y jóvenes, en la certeza de que eso es lo mejor que la escuela puede aportar a personas sólidas, situadas dentro y frente a un mundo mecanizado y complejo.
Carmen Guaita
Ponente del XV Congreso de Escuelas Católicas
[1] José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas. Tecnos, 2003.
[2] San Agustín, Las Confesiones. San Pablo, 2007.
[3] Martin Heidegger, Carta sobre el Humanismo, Alianza, 2000.
[4] San Agustín, Soliloquios. http://www.mercaba.org/Padres/AGUSTIN/soliloquios.htm
[…] Carmen Guaita, licenciada en Filosofía, maestra, escritora, y ponente de nuestro XV Congreso, reflexiona sobre la escuela que necesitan nuestros alumnos. Descubre qué debe ofrecer la escuela en la entrada completa en el blog de Escuelas Católicas […]
[…] Carmen Guaita, ponente de nuestro Congreso, nos da las claves para entender la escuela que queremos en nuestro Blog EC […]
Total acuerdo con el contenido del artículo que suscribo.
No obstante parece estar todo referido a edades en las que ya los cimientos tienen que estar echados o todo eso se construye sobre arenas movedizas.
Lo digo porque esos «Frente a…» son construcciones sobre…
¿Sobre qué?
O ponemos buenos cimientos en las edades 2 a 7-8 años o «arenas movedizas». La educación infantil no puede ser escuela, no se adapta, no es el parámetro para EDUCAR infantes. Y es la labor fundamental, a realizar por el personal mejor cualificado de todo el espectro profesional, pero no en parámetros escolares.
Sin esa EDUCACIÖN, no hay bases y todo es arena…