El único tiempo vivido es el presente, si bien el modo en que habitamos ese presente incluye irremediablemente una visión de futuro. También en la escuela, definida tantas veces como laboratorio de futuros, esta tensión hacia lo que vendrá a ser cada alumno y los conceptos que les transmitimos, se convierte en elemento de constante evaluación y preocupación por parte de todos los protagonistas implicados en el proceso educativo. No conocemos el futuro, más bien se nos presenta como disgregado y cambiante, podemos planificarlo mediante planes estratégicos e institucionales, en cualquier caso la escuela del futuro, si es que nos atrevemos a soñarla, no podrá ser nunca el resultado de una esotérica lectura de hechos presentes que nos muestren un futuro ideal, por lo que nos situaremos mejor en una reflexión sobre el futuro de la escuela.
Pero, ¿cómo educamos para un mundo cambiante y nuevo? ¿Cuál es el papel del maestro, de su vocación, de su fe, en todo este argumentario? ¿Qué sentido tiene soñar una escuela futura, y en ella un aula con su maestro y sus alumnos, desde lo efímero que nos rodea?
Si nos movemos en las claves evangélicas del siglo XXI, a la aspiración humanizadora de la escuela debemos sumar una realidad evangelizadora, para la que ofrecemos unos rasgos que necesitamos incorporar y creer:
• Transparente y permeable. Hemos estado trabajando mucho en los últimos años para crear escuelas en red, priorizando los espacios abiertos que ante la sociedad nos hiciera transparentes y comunicativos en todos los procesos de nuestra misión educativa. Más allá de todo esto, el futuro de la escuela, especialmente de la escuela concertada, necesita una transparencia que sobrepase sus estructuras y el consumo interno. No nos va a bastar con ser una escuela en red, que apuesta por la innovación y las tecnologías de la comunicación, las nuevas alianzas nos obligan a ser también una escuela permeable, que no se conforma con el contagio y se deja cambiar.
• Neosolidaria. La escuela como plataforma de solidaridad, en la que desarrollar nuestros carismas e implicar a otros en proyectos que ayudan a personas, es una de nuestras realidades más conseguidas y conocidas. Pero construir futuro nos debe llevar a buscar una solidaridad que suponga un compromiso real con las personas y sus problemas, dejando de arañar la verdadera naturaleza de las cosas para comprometernos con los objetivos de la lucha por la justicia social, la ecología, el desarrollo sostenible… Estas causas no nos darán dinero, y son difíciles de cuantificar en el presente, pero implican una neosolidaridad que aporta proyección y asume el cambio generacional.
• Virtuosa y socializadora. La educación en sí misma está preñada de un sentido futuro, y a pesar de lo efímero de todo aquello que tocamos, educamos para ser en una sociedad cambiante. Una escuela “cristiana”, que tiene como modelo inspirador el estilo pedagógico de Jesús de Nazaret, tiene que ser maestra de superación en el cambio, y para ello necesita ir más allá de los valores eternos y aprender a habitar en las virtudes presentes. Educar en las virtudes supone un futuro de la escuela a partir de su compromiso moral, que pasa por la búsqueda de la proximidad, el servicio, la neosolidaridad… más allá de las paredes o los cristales de las aulas. Es así que la pastoral y la pedagogía que necesitamos deben ser virtuosas, y por ello socializadoras, mucho más abiertas, específicas, centradas en las personas y no en ideas efímeras. Pero esta apuesta virtuosa y socializadora estará siempre transida de fracaso, porque educamos en una sociedad multicultural, asimétrica, desacomplejada, desinhibida, pero también hiperconsumista, hiperindividualista, hipermoralista. El futuro pasa, también, por integrar ese fracaso en nuestros planes estratégicos y procesos educativos.
• Flexible y con wifi. Vivimos una sociedad hiperconectada, pero desconectada de la realidad y de las personas, hemos perdido la interactuación y, también en la escuela, nos ha invadido la incomunicación. En la renovación/innovación de la educación en sí misma, como tarea y servicio, la educación ya no va a poder ser más un espacio experimental unidireccional, los retos sociales, tecnológicos, humanos, participativos… serán más y mayores, y nos impondrán una multidireccionalidad educativa; no tiene que “pillarnos” preparados, nos tiene que “pillar” flexibles. La adaptabilidad es uno de los “músculos» de la escuela, especialmente de la escuela católica, que más tenemos que trabajar, sobre todo porque nos obliga de nuevo a ir más allá del institucionalismo que lo agarrota, abriéndonos a nuevos espacios, con wifi, sin cables, en libertad, que hagan reales y creíbles todas esas buenas palabras con las que llenamos nuestros idearios.
• Creativa, divergente, no eternalista. Como una constante del institucionalismo que a veces invade nuestras escuelas se ha establecido la falacia del eternalismo, la búsqueda incansable para que los modelos pedagógicos y pastorales se mantengan en el tiempo, que la escuela del futuro se reconozca en un presente continuo, que los valores y el ideario que nos identifican sean estables y reconocibles, creyendo que de ese modo nuestro mensaje será más claro y directo. El futuro de la escuela pasa por huir del eternalismo y acoger la divergencia, ciertamente eso nos sitúa en la inestabilidad de lo efímero, pero es ahí donde debemos construir y deconstruir, evitando el sincretismo pedagógico, el indeterminismo institucional, la especulación pastoral, la improvisación moral… Es urgente, en esta línea, resituarnos en el mundo de la cultura y la poscultura, en el que, a pesar de ser espacios educativos y transformadores, no estamos, asumiendo un papel claro, sin ambigüedades, en la creación cultural.
• Trascendente. El sentido efímero y los rasgos que hemos descrito conducen a la característica más significativa para hablar de un futuro de la escuela, su sentido de la trascendencia. La volubilidad nos plantea el reto de la escuela como espacio creativo de humanización que reconoce, como logos de trascendencia, las diferencias, los espacios distópicos, las desigualdades, los fracasos. La escuela del futuro no puede ser un invernadero de sentido autoreferencial, la escuela de futuro medirá su sentido en cuanto prepare para la intemperie, aporte valor desde la trascendencia que la habita, eduque en la entropía de la existencia desde el sentido último de lo vivido, en una lectura de la realidad desde las preguntas abiertas y no desde las respuestas cerradas. Este reto de la escuela futura se enmarca en el difícil espacio de una sociedad plenamente inmanente, que solo va más allá del sentido de la realidad a través de experiencias mediáticas y tecnológicas, además de salvar el presente debemos aportarle sentido, porque solo entonces le estaremos aportando futuro.
La escuela del futuro no puede construirse con sueños, necesitamos incorporar a nuestro discurso y a nuestras propuestas realidades factibles, historias que vivir, espacios de liberación interior y exterior, porque solo así nuestras escuelas serán realmente evangelizadoras, creativas, implicadas en el cambio, solo así, desde la permeabilidad y la humildad, podremos construir sentido que ayude a otros a habitar la intemperie de la vida. Cuando nuestro compromiso es con las personas y con su futuro, no queda espacio para soñar sino para sembrar realidades.
Pedro J. Huerta Nuño
Ponente del XV Congreso de EC “#Magister. Educar para dar vida”