Así como la casa es el lugar al que se vuelve, la escuela es uno de los primeros lugares a los que se va.

Cada lugar tiene su luz. Pero la luz no solo se percibe por los ojos. Se nota en el aire que se respira y en la tierra que se pisa. En los olores y en el silencio. Lo homogéneo carece de luz. El espacio abstracto carece de luz. Los grandes pasillos de trasiego masificado tampoco la tienen. ¿Por qué cada lugar tiene su luz? Pues porque además de la que viene de arriba, hay otra que fulgura en la cosa misma. La luz de las cosas.

Por suerte, hay lugares diferentes; lugares que lo son de verdad. Los visitamos, los conocemos: el teatro (lugar donde se presenta o representa la vida), el Parlamento (lugar donde se hablan las cosas −o deberían hablarse−), el cementerio (lugar donde los muertos duermen), el hospital (lugar donde los enfermos son atendidos), la casa (lugar de la calidez y del recogimiento)… Y la escuela es también un lugar: aquel donde se cultiva el alma mediante la atención a las cosas del mundo.

La puerta de la escuela está abierta. Para todos, de cualquier edad. Dentro hay alguien. Quizá alguien como ese anciano llamado Epicteto, que había sido esclavo y que después enseñaba a los demás a ser libres, a hacer el bien y a disfrutar de la fiesta del mundo. La puerta está abierta. Dentro, no hay paredes ni techo. Hay amplitud, e hileras curiosas: de nubes y de letras, de números y de herramientas, de pájaros y de sueños…

Una escuela de verdad es un lugar donde se entrena el prestar atención a las cosas del mundo y a los demás. Puede llevar el nombre de escuela o no llevarlo. Puede tratarse de una escuela de primaria en un pueblecito del Mediterráneo, o de un monasterio budista en las montañas del Tíbet; de la escuela que tenía Epicteto en Nicópolis hace dos mil años, o de lo que, a pesar de todo, sigue ocurriendo hoy en alguna aula universitaria. Dado que el cultivo de la atención es siempre oportuno y beneficioso, podría haber –tendría que haber– escuela toda la vida. Sobre todo, si se tiene en cuenta que hay cosas que se hacen esperar, como una revelación del mundo, la cual suele llegar al cabo de los años.

Fácil de decir: educar tiene que ver con indicar e iniciar el camino que lleva hacia la madurez. Y ¿qué es la madurez? Pues también fácil de decir: dar frutos. Todo ser vivo tiende a la madurez. Pero principalmente, y de manera especialísima, el humano, porque pronto se sabe venido a la vida y mortal. La educación se relaciona con el proceso de maduración de las personas y, por tanto, con el fruto que termina dándose. Pero, entonces, cabe preguntar: ¿de qué clase es el fruto principal? Y, después, ¿qué lo hace madurar? Descubrir el gusto de este fruto y los elementos más apropiados para su cultivo es encontrar el sentido de la educación.

El fruto maduro suele ser dulce. Buena pista. Y de esto podemos estar seguros: la quintaesencia de la educación o bien ha de coincidir o, por lo menos, estar estrechamente relacionada con la de la vida. Ahora bien, la quintaesencia de la vida, de la vida humana, es la claridad y la calidez. Par indisociable que también puede decirse de otro modo: la no indiferencia. Este concepto, raíz única de la dimensión cognitiva y de la moral, contiene todo un programa educativo. La no indiferencia es el cultivo del umbral. La no indiferencia es el cultivo del encuentro. La no indiferencia es el cultivo del origen. La no indiferencia es el cultivo de la atención. La no indiferencia es el cultivo de la forma. La no indiferencia es el cultivo de la bondad. En resumen: la no indiferencia es el cultivo de la vida espiritual y comunitaria. La amenaza viene de la indiferencia: es la amenaza de la inhumanidad, de la frialdad, de la insensibilidad, de la oscuridad, de la confusión y de cualquier tipo de totalitarismo.

La escuela de la no indiferencia no es pura utopía. Ha habido intentos discretos y la mayoría anónimos a lo largo del tiempo. Hay utopías que son de ese mundo. Cuando la verdadera paz empapa las relaciones de una vida comunitaria, la utopía acontece.

Josep Maria Esquirol
(Fragmentos de su último libro, La escuela del alma, editado por Acantilado)