Ignacio acaba de estrenar su nuevo smartphone. Ignacio tiene 16 años, estudia su último año de la ESO y hasta entonces sus padres no le han permitido tener un teléfono propio. Tal vez porque eran conscientes de que semejante potencia de fuego en unas manos jóvenes, pero sobre todo en un cerebro en formación, podían ser un problema real antes que una ventaja. Teniendo en cuenta que la potencia del procesador que su teléfono inteligente alberga, compite con la de un equipo de sobremesa de hace muy pocos años.
Ignacio está a punto de salir de casa camino al colegio, pero desbloquea una última vez su móvil para revisar Instagram y WhatsApp. No gasta un solo euro en datos del teléfono porque está conectado a una red de datos wifi, la que tienen contratada sus padres, que por un dinero muy ajustado proporciona velocidades de acceso a Internet impensables hace un par de años.
De hecho, Ignacio no consume información de la manera que sus padres lo hacen en el hogar. Sus padres todavía ven televisión convencional y escuchan la radio, pero para Ignacio nada de eso es relevante. La música que oye la elige él, mediante el catálogo interminable de streaming que Spotify proporciona. Tampoco necesita piratear una sola serie o película, porque resulta que en casa hay suscripción a Netflix o a Prime Vídeo de Amazon.
Por otra parte, para poder hacer los trabajos que le prescriben en el colegio, su fuente de información favorita es Google o más concretamente Wikipedia, además de las lecturas que el profesor le plantea. Buceando en la información que le devuelven las búsquedas que realiza, encuentra más de lo que es capaz de procesar.
Ignacio bloquea el móvil, lo guarda en el bolsillo y sale camino al colegio. Al llegar a la puerta se encuentra con sus compañeros y entran juntos.
Él no es consciente, pero entra en una institución con siglos de antigüedad, que trata por todos los medios de mantenerse al día frente a una sociedad que devora la tecnología que le ponen delante, que consume horas interminables frente a diferentes pantallas y que, sobre todo, está enganchada al juego de los likes que las diferentes plataformas de entretenimiento le sirven en bandeja.
Ignacio entra en el colegio para hacer frente a una larga jornada sentado en un pupitre la mayor parte del tiempo, atender a lo que sus profesores le indican, estudiar los libros de texto y examinarse en las fechas marcadas.
Con ese método de formación, Ignacio puede ser uno de los muchos alumnos que no sienten vinculación alguna con su colegio, con sus profesores y en muchas ocasiones con sus padres.
El pan nuestro de casi cada día.
¿Cómo hacer frente a la transformación digital que vive la sociedad en nuestros colegios?
El panorama que tenemos por delante quita el sueño a padres, maestros e instituciones. No es para menos.
Es fácil tratar de responder al reto con más de lo mismo: más digitalización en los colegios, menos papel, más tablets para estudiar… pero a ninguno de los interesados, y los padres tenemos que ser los primeros interesados, se nos escapa que las escuelas no pueden ser una especie de Facebook de la enseñanza.
Pero entonces, ¿qué tienen que ser?
Empecemos por el principio, analizando las características más interesantes que la digitalización puede traer a las aulas, así como sus posibles ventajas:
- Igualdad de oportunidades. Podemos no ser conscientes, pero no todos los niños y niñas tienen en sus casas el mismo acceso a la tecnología. Sin embargo, la escuela puede brindarles un acceso homogéneo gracias a proporcionarles mejores infraestructuras de tecnología. Pueden ser un catálogo de libros digitales, un sistema complementario de formación on-line, etc. Indiscutiblemente los colegios pueden jugar un papel de facilitadores digitales, proporcionándoles una ventaja hacia sus alumnos.
- Facilitar la enseñanza a la medida. Somos conscientes de que los alumnos son diferentes y aprenden a ritmos diferentes. Pero con la ayuda digital los alumnos podrían aprender a su ritmo, sin necesidad de que todo pase en el tiempo destinado a ello en el aula. Las plataformas de enseñanza están mostrándose como herramientas muy eficaces con la adecuada intervención por parte de los profesores y tutores.
- Adaptar la formación al tipo de aprendiz que tenemos delante. Nuestro aprendizaje se basa en el movimiento, el oído y la vista. Para los alumnos kinestésicos o táctiles pasar horas interminables sentados les dificulta su aprendizaje. La digitalización decidida podría ofrecer nuevas formas de aprender basadas en el movimiento, complementarias del modelo clásico oral o visual.
- Profesores entrenados en la digitalización. Afrontar el cambio requiere reconocer todos los actores del proceso: alumnos, escuelas, profesores y padres. Sin profesores formados en las nuevas herramientas digitales poco podemos influir sobre los alumnos que deben asistir a las clases. Y mantenerse al día de nuevas técnicas y herramientas es nuevo en este terreno, pero es imprescindible.
Desde mi modesta opinión, existen más ventajas que inconvenientes para afrontar una situación que ya nos rodea, en la que no podemos elegir estar o no. Nuestros hijos acuden al colegio con “superpoderes” que les permiten discutir datos y hechos al mismísimo profesor, que nunca más tendrá el escudo de la verdad absoluta basada en la autoridad debido al acceso inmediato a la información.
¿Qué papel le queda por tanto al profesor?
Inspirar y motivar.
En un momento en el que no tenemos la posesión de la verdad absoluta, el mayor valor para un formador es hacer gala de su capacidad en transmitir eso que se ha dado en llamar “soft skills”, las habilidades más directamente ligadas al ser humano e irreemplazables por una máquina.
Mis recuerdos al respecto de los profesores de mi etapa colegial no están hoy ligados a si me enseñaron más o menos, sino a cómo me hicieron sentir. Yo era un nefasto alumno para las matemáticas, como tantos otros, con una excepción, la de aquel profesor que en segundo de BUP me hizo disfrutar con ellas. Mis padres no daban crédito de mi absoluta mejoría en las notas. Solo con el paso del tiempo entendí que nadie nace negado para esto o aquello, solo es que no ha tenido la persona adecuada para guiarle, inspirarle y motivarle.
¿Y los padres y madres?
Y para redondear lo que ya nos rodea y desde mi posición como padre, me atrevo a formular la receta imprescindible para que nuestros alumnos saquen el máximo partido a su formación: no, no consiste en más profesores y más colegio digital, consiste en más padres y madres involucrados en el día a día de sus hijos.
El día que los padres y las madres delegamos que sangre de nuestra sangre fuese formada casi de manera exclusiva por la maquinaria escolar, comenzó el principio del fin. Añadiendo una ingobernable responsabilidad sobre los centros de enseñanza.
Los chicos y las chicas no llegarán donde podrían llegar, si los padres no estamos involucrados de raíz en la educación de los hijos. Y eso no significa discutirle el método a las escuelas y profesores, sino entender que los padres y madres educamos con el ejemplo.
¿Qué ejemplo real damos a nuestros hijos?
La transformación digital no es suministrarles smartphone y wifi a nuestros hijos y pensar que hemos cumplido. Y que el resto de la tarea es de los colegios, y los profesores porque para eso pagamos. La transformación digital tiene que ver con las personas, no con las herramientas. Nuestros hijos son esas personas.
Ninguno de nuestros hijos disfrutará del colegio mientras nosotros, padres, no disfrutemos de nuestros hijos. Es tiempo de apagar el teléfono y escuchar a nuestros hijos, mientras nos cuentan su día al desayunar, comer o cenar con ellos, por ejemplo.
Un gesto así de pequeño les cambiará la vida, transformación digital incluida.
Juan Luis Polo
Ponente del XV Congreso de Escuelas Católicas “#Magister. Educar para dar vida”