En medio del desasosiego que nos produce atravesar la mayor catástrofe del planeta Tierra desde la II Guerra Mundial, somos testigos de la solidaridad cercana de tanta gente. El responsable médico cubano que llega a Italia para colaborar en medio de la tragedia reconoce que su principio ético “no es dar lo que nos sobra sino compartir lo que tenemos”. Dar se convierte en darse, en acudir a la necesidad básica y en reinventar nuevas relaciones basadas en la confianza mutua y la cooperación.
Asistimos agradecidos a empresas de zapatos reconvertidas en fabricantes de material sanitario, a destilerías de ron que producen desinfectantes, a migrantes subsaharianos que, con viejas máquinas de coser, hacen mascarillas y ropa para el personal sanitario. La espiral de la producción dirigida al consumismo feroz y visceral, se torna en promoción de bienes y servicios para contener la pandemia. De repente nos sentimos cuidadores de otros, colaboradores con los vecinos, cercanos a una humanidad que casi nos habían expropiado. Resulta conmovedor ver cómo se apoyan los migrantes que ya no tiene para comer o que sufren el contagio en los pisos-patera.
Importan los gestos, sabemos que asistimos a una reacción solidaria ante el sufrimiento que nos invade y ante las necesidades que hay que atender. Ahora bien, quizá importa más atesorar esa solidaridad como convicción con la que hemos de gastar la vida en el futuro que viene. Esta es la pregunta que nos hacía el expresidente de Uruguay José Múgica días atrás: ¿en qué gastamos la vida?, ¿en pagar facturas o en vivir? Expresado en términos educativos podríamos preguntarnos: ¿en qué educamos, en qué proyecto vital y bajo qué paraguas ético acompañamos en el aula y en la vida?
Llega el momento de contagiarnos de esa contracultura de la solidaridad que nos enseñó hace décadas Ximo García Roca y que nos impulsa a ser unos para otros, a vivir unos con otros y hacer unos por otros. Una solidaridad entendida no solo como respuesta esporádica sino como estilo de vida perdurable en el tiempo. Para ello, es imprescindible modificar el sueño desarrollista que no tiene límite y romper la dinámica localista que termina por descartar al más vulnerable o al que no piensa como nosotros.
La solidaridad no es baratija de ocasión; es un valor caro que pone en cuestión comportamientos individuales y estructuras sociales y políticas. Acaba con el enfrentamiento entre ellos y nosotros; cualquier ellos y cualquier nosotros. Cuando lo que está amenazado es la humanidad en su conjunto las banderas y las siglas descendieron del panteón donde dominaban a su antojo. Lo dijo el papa Francisco en la oración de la desolada Roma de la pasada semana: “nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca, estamos todos”. Nadie ha de quedar fuera, ni en el momento de la urgencia ni en la deseada vuelta a la normalidad.
Si de algo nos está avisando esta pandemia es que no va a volver esa normalidad en términos de regreso al pasado. Hay que aventar un futuro nuevo donde podamos gastar solidaridad a manos llenas, no como obligación sino como determinación que nos empuja a construir la casa común desde el sentimiento de interconexión e interdependencia de unos con otros. La solidaridad que emerge de la sociedad civil en tantas expresiones y gestos de audacia ha de estar acompañada de la responsabilidad individual y de la cooperación institucional; en especial esta última ha de poner la vida vivible para los peor situados en el centro de sus prioridades. Y debe renunciar a la carrera por encontrar la pócima mágica; ningún país, ninguna empresa farmacéutica debe seguir trabajando por su cuenta naufragando en este extravío colectivo ante un virus del que desconocemos casi todo.
Solo podremos salir de esta situación juntos, como humanidad entera, insiste el papa Francisco. La solidaridad apela a que nos miremos como especie en peligro, como creadores de vínculos nuevos con los que podamos tejer redes donde quepamos todos.
De aquí no se va nadie, dijo el poeta. Solo queda compartir lo que somos y tenemos para reencontrarnos como humanidad reconciliada.
Luis Aranguren Gonzalo