Hoy me planto. Sí, he tomado la firme determinación de plantarme de todo y de todos. Voy a hacer un agujero en mi tierra y no voy a tener miedo al contemplar el vacío y su oquedad. Contemplaré con serenidad y sin huir la oscuridad del boquete.
Tengo tanta necesidad de parar que no me importará sentir la incomodidad de la tierra entre las uñas, ni tener que abandonar otros quehaceres para centrarme en ello. No sé si al bajar encontraré algo escondido, no lo sé, pero solo de pensar en ello ya me voy conectando.
Para plantarme empiezo arañando la capa más externa y superficial de la tristeza, el lamento y la queja tras observar el mundo a través de las noticias, periódicos, conversaciones que me cuentan las dificultades en los centros… Pasan los años y parece que las personas repetimos los mismos errores de antaño: no cuidamos y no cambiamos, abandonamos a los frágiles y hasta iniciamos nuevos conflictos armados sin apenas haber estrenado el diálogo. Y, aunque sé que no es lo correcto, a veces escucho una voz en mí que se engaña aliviándose con un: ¡menos mal que la guerra está lejos! ¿O no?
Con la duda se me permite escarbar más y pasar a una segunda capa, no tan exterior, que me lleva más adentro. Voy quitando la tierra de la inercia, el mal hábito, el no puedo, “me agobio” y todos mis imposibles que pronuncio a diario. En esta capa me callo y entristezco porque con cada palabra no pronunciada, con cada gesto no realizado, con pensar que el problema lo tienen otros que están lejos… yo también engrandezco el conflicto. Estoy en guerra y no me gusta descubrirme aquí. Por eso debo continuar cavando. Tengo la certeza de que hay que traspasar esta desesperanza. Para conseguirlo cogeré una pala, luego una azada y si mis manos cansadas me lo permiten, también una excavadora de taladro solo para asegurarme que el tesoro de Su semilla sigue ahí debajo. Con este empeño de seguir, entonces y solo entonces, llegaré a otro estrato donde ya no hay división de capas.
En este lugar ya no seré yo quien planto, ni quien analizo, ni la que actúo, ni usaré mis propias herramientas. Estaré tan abajo y tan adentro que aparecerá un Tú al que acojo, me abandono y abro a Su presencia como regalo para todo y todos. El vacío ya no estará sin sentido y el hueco dispuesto a ser llenado. Entonces en este punto dejaré de hablar en singular porque se abrirá el deseo de construir en plural. Vaciarse para llenarse, cambiar el singular por el plural, conocer el yo en relación al tú fundamentado en un nosotros en el que nadie se quede fuera.
Iniciamos hoy, Miércoles de Ceniza, la Cuaresma y Francisco, en su mensaje, nos recuerda que es tiempo para la conversión, para cambiar de mentalidad, para que la verdad y la belleza de nuestra vida no radiquen tanto en el poseer cuanto en el dar, no estén tanto en el acumular cuanto en sembrar el bien y compartir.
Nuestra actitud y forma de estar en el mundo, en el entorno donde estamos situados, siendo Iglesia como comunidad educativa, puede ayudarnos a bajar y no quedarnos en la epidermis en la que muchos permanecen. Queremos pronunciar: ¡Plántanos, Señor! Enraízanos en ti para poder sembrar el bien en cada clase, en cada pasillo, en cada recreo, en cada entrevista, en cada sufrimiento, sueño y sonrisa, en cada encuentro. Que no nos dé miedo a encontrarnos con las manos sucias si en medio de la tierra descubrimos los frutos del bien en nuestras relaciones cotidianas, incluso en los más pequeños gestos de bondad.
Unámonos a la petición que hace el Papa en la llegada de este tiempo litúrgico, descubramos que en el hueco, oquedad, vacío ya existe la semilla de vida que dará frutos si previamente cae en tierra y muere solo para estar al servicio y dar amor a todo y todos:
Pidamos a Dios la paciente constancia del agricultor (cf. St 5,7) para no desistir en hacer el bien, un paso tras otro. Quien caiga tienda la mano al Padre, que siempre nos vuelve a levantar. Quien se encuentre perdido, engañado por las seducciones del maligno, que no tarde en volver a Él, que «es rico en perdón» (Is 55,7). En este tiempo de conversión, apoyándonos en la gracia de Dios y en la comunión de la Iglesia, no nos cansemos de sembrar el bien. El ayuno prepara el terreno, la oración riega, la caridad fecunda. Tenemos la certeza en la fe de que «si no desfallecemos, a su tiempo cosecharemos» y de que, con el don de la perseverancia, alcanzaremos los bienes prometidos (cf. Hb 10,36) para nuestra salvación y la de los demás (cf. 1 Tm 4,16). Practicando el amor fraterno con todos nos unimos a Cristo, que dio su vida por nosotros (cf. 2 Co 5,14-15), y empezamos a saborear la alegría del Reino de los cielos, cuando Dios será «todo en todos» (1 Co 15,28).
Dolors García
@DolorsGarGis
Directora del Departamento de Pastoral de EC