Cada día pesa, y los datos caen a plomo, como a plomo cae esa creencia de que podemos con todo y a cualquier precio. La voluntad de poder del ser humano topa con la fragilidad de su hechura, en la que se cuelan virus y pandemias sin permiso. ¿Qué ha pasado? Quizá nos pasa que no sabemos lo que nos pasa, como decía Ortega, y así nos va. Creemos que lo tenemos todo controlado y el virus nos descontrola y vence.
Son tiempos para la épica del cuidado, allí donde el personal sanitario batalla con los enfermos, tratando de curarlos, cuidarlos y sostenerlos; son los nuevos héroes de nuestro tiempo, y por eso cada noche a las ocho de la tarde les rendimos el merecido homenaje con nuestro aplauso; representan el símbolo de la lucha contra el tiempo perdido y a favor de la humanidad reconciliada.
Son tiempos para la poética del amor, allí donde la solidaridad se hace proximidad. En estos días hemos visto por redes y noticiarios cómo era homenajeada esa anciana, Charo, asomándose a su ventana en Lavapiés; sus vecinos le cantaban el cumpleaños feliz. Charo está afectada por el virus del desahucio de su hogar. La poética del amor se entrelaza con multitud de iniciativas espontáneas u organizadas donde jóvenes hacen la compra a los mayores, vecinos que se comportan como vecinos. La mirada del miedo se complementa con la necesidad de decirte: “hola, ¿cómo estás?, ¿necesitas algo?”.
Y también queda la narrativa de la casa desplegada desde la intimidad de nuestros hogares. Hemos sido recluidos a la fuerza, y solo podremos sentirnos a gusto si en lugar de vernos obligados a estar, nos sentimos religados a conectar con una de las fuentes de nuestra vida. La casa es símbolo de retorno y de intimidad, como nos recuerda Josep Mª Esquirol. En casa podemos, si los ruidos y los peques nos dejan, adentrarnos en nuestra casa interior.
Si buceamos en ese interior quizá nos cueste encontrar sosiego. Lo podemos intentar. Releo Isaías, 54,2-3. “Ensancha el espacio de tu tienda, despliega sin miedo sus lonas, alarga tus cuerdas, hinca bien tus estacas; porque te extenderás a derecha e izquierda, tu estirpe heredará naciones y poblará ciudades desiertas”.
Dios se dirige a la nación de Israel, imagen de la mujer estéril, que se creía abandonada y sola. La humanidad herida simboliza hoy esa mujer incapaz de dar a luz, presa del miedo. La fecundidad radica en ensanchar tu casa, desplegar todo el potencial de humanidad que llevas dentro, alargar las cuerdas de la solidaridad entre los que se encuentran más desprotegidos, plantar las estacas del cuidado a tu alrededor. Que tu casa no sea fortaleza sino lugar de encuentro y avistamiento de lo que tenemos que ser en el futuro inmediato. En el exilio interior en el que nos encontramos, en el desierto árido que transitamos casi a ciegas, podemos descubrir que su belleza radica en que en algún lugar podemos encontrar un pozo de agua; nos lo recuerda El Principito. Podemos dejar de ser depredadores para empezar a ser realmente fecundos como humanidad en esta casa común de la que hemos recibido tanto y a la que tanto hemos ignorado.
Al ensanchar nuestra casa interior podemos conectar con el futuro que emerge, tomando nota del pasado que nos ha conducido hasta aquí. ¿Qué podemos aprender de todo esto?, se preguntaba una amiga directora de un colegio en estos días, en una carta dirigida a sus compañeros docentes. Aprendemos, una vez más, y el papa Francisco lo repite varias veces en Laudato Sí’, que todo está conectado, que la especie humana ha vivido mucho tiempo como si fuera dueña de la Tierra y no como hermana, que los daños que infringe a la casa común, el planeta los devuelve en forma de pandemias, llevando la peor parte las personas más frágiles, y sin embargo en tantos aspectos, las más valiosas: nuestros mayores.
A la altura de 1930 Walter Benjamin escribió: “la revolución no es un tren que se escapa; es tirar del freno de emergencia”. El planeta-Titanic ha chocado con el iceberg-coranavirus y nos ha mandado a casa. Tarjeta roja. El freno de emergencia doméstico nos ha de ayudar a formular entre todos dónde y cómo poner ese freno de emergencia: en qué ámbitos personales, sociales, políticos y económicos; cómo frenar, en definitiva, en esta alocada carrera hacia el éxito, el poder y el progreso ilimitado.
Al ensanchar nuestra casa podremos desplegar sin miedo una nueva cultura del cuidado, que ojalá acampe en nuestros centros educativos. Quienes somos y nos sentimos educadores en colegios o en espacios de educación no formal, debemos repensar el sentido y dirección de la tarea educativa. ¿Para qué educamos?, ¿en qué mundo queremos que vivan las futuras generaciones?
El exilio interior puede ser tiempo de fecundidad si ensanchamos nuestra casa, si repensamos la vida que merece ser vivida, si aventuramos inéditos viables que cultiven el cuidado y la honradez con lo que realmente somos y podemos.
Luis Aranguren Gonzalo