Terminamos a golpe de tambor tres días de congreso. ¡Menudo final movido! Los asistentes despidiéndose, la música sonando en el hall, alguno más atrevido bailaba e incluso pareciera salido de algún documental de National Geographic… todo un final apoteósico.

Acababan así tres días de Congreso, el famoso lema de “Ser, Estar, Educar… con nombre propio”. Fotos, muchas fotos imitando el cartel. Abrazos en un photocall personalizable. Comentarios sobre ponencias o espectáculos. En un congreso de Escuelas Católicas siempre hay para todo… Terminado, recogemos los bártulos, las personas de la organización comemos juntas y la tranquilidad devuelve al cuerpo el cansancio acumulado. ¡Qué ganas de siesta!

Aquel sábado 9 de noviembre mi siesta fue un poco distinta. Nada más salir del hotel, coche y carretera hasta Valencia. A pesar del cansancio pude notar de forma muy fácil, y eso que ya era noche oscura, los primeros efectos de las inundaciones en la propia autovía al pasar a la altura de Utiel, Requena… Barro acumulado en los arcenes, montículos de barro y palos empujados hasta los bordes para limpiar la calzada, mejor dicho dejarla libre, que la suciedad de la carretera seguía mostrando las marcas de lo que en algún momento la cubrió.

Cuando estás llegando a Valencia, la bajada desde Buñol te hace enfilar al fondo la ciudad y a mano derecha todo l’Horta Sud, la Huerta Sur, que es cruzada por barrancos (el de Xiva, el de Torrent), y aglutina en torno a ella una gran cantidad de lo que en su día fueron pueblos y hoy son ciudades de tamaños diferentes (algunas más de 100.000 habitantes, otros 10.000). Al llegar a la altura del circuito de motociclismo (Cheste), los daños comenzaban a ser mayores, las montañas de barro más grandes, palés, coches… iban flanqueando como muralla la carretera. Silencio, oscuridad… miedo hasta de romper con las palabras un silencio respetuoso ante lo que  iba observando.

Un acceso cortado, por aquí no se puede, aquí un desvío provisional… ¿cómo vamos a poder llegar a destino? Dando vueltas, alguna que otra marcha atrás. Y nadie por las carreteras, todo oscuro. Ese fin de semana fue un viaje relámpago. Pero había que volver.

El viernes 15 volví a ir. La entrada por la autovía igual. Al día siguiente, al Colegio Monte Sión de los Amigonianos para que nos dieran botas de agua, mascarillas, gafas de protección para los ojos, guantes… Una parroquia convertida en un verdadero hospital de campaña. En la nave de la Iglesia seguía luciendo preciosa la imagen de la Virgen, pero en la parte trasera, entre la Virgen del Pilar y un San Antonio… palés de leche, agua, alimentos… y voluntarios organizándolo. Al otro lado de la nave, al pie del altar de la Mare de Deu… palas nuevas, escobones para estrenar, capazos de plástico sin usar… para que cualquier voluntario pudiera ir y pertrecharse. Y en el atrio de entrada, como si fueran pilas de agua bendita… colchones y somieres para quienes los hubieran perdido. ¡Si esto no es un hospital de campaña…!

Y luego en las oficinas de Cáritas… movimiento: gente en coche llegando a entregar material o alimento, voluntarios buscando el par de botas de su número, la enfermera preocupada porque todo el mundo vaya con su protección, suero para los ojos, mascarillas. Saludos, acogida, y ¡a ello! Encontrar unas botas para mí no fue fácil, pero algo que yo no sabía era que podía contraer el pie para que entraran… porque entrar iban a entrar (ya luego se vería para salir…).

En coche dirección a Paiporta… y ahí ya, con la luz del día, ibas viendo y tomando conciencia plena de lo sucedido, y cada vez más a medida que entrabas en el pueblo. La primera impresión… ruina, silencio, personas de un lado a otro afanosas, el ruido de alguna máquina… y mucho silencio. Silencio en las calles embarradas, silencio en las montañas de escombros y muebles, sofás, enseres… unas pilas enormes de lo que un día fue hogar y normalidad de tantos. Y coches, muchos coches, amontonados, en varias alturas, o en solares usados de improvisados cementerios… de coches. Ya habían pasado muchos días (¡12!) y solo podía pensar que si esto era ahora, cómo debió ser. Por las calles podías ver en cada una las marcas de hasta dónde llegó el barro y el agua. Todos lo comentaban: no fue una inundación, “pantaná”, de agua… venía todo en el agua pero venía barro, piedras, árboles, maleza, coches…

Personalmente me producía cierto pudor o respeto mirar hacia el interior de las casas o los locales. Me sentía como un “maldito curioso” pudiendo contemplar la desgracia de tantos. Algunos locales sin nada ni nadie. En muchas casas bajas personas limpiando, todavía limpiando. Y barro, más barro en la calle, en cada calle, en todas las calles. De repente en una plaza una chica con su cartel de “Corte de pelo gratis” estaba arreglando la barba a un señor que sentado, pareciera estar en una barbería de un bulevar francés, como si esa imagen hubiera volado y estuviera en el sitio equivocado. Transmitía tranquilidad y sosiego. Ella trabajaba cuidadosa, él estaba con los ojos cerrados. Quizá es una forma o expresión de cómo hace sentir la solidaridad.

Camino de uno de los colegios. Uno de ellos. La Inmaculada. Al teléfono con Hilari y Raquel. Buena gente, qué digo, buenísima gente. Hay gente maja de verdad. Quizá en su casa digan lo contrario, no lo sé, pero no lo creo. Pero cuando ves a las personas actuar… el movimiento se demuestra andando. Y como decía mi abuelo, “y lo sexy, bailando”. Pues eso. Allí estaban, la directora pedagógica y el jefe de estudios del centro, y nos reciben un sábado con una sonrisa y un “gracias por venir”. Y comienzan a narrar, y comienzas a entender. En mitad de la conversación aparece Sor Victoria, una de las hermanas de la comunidad religiosa de Hermanas de la Caridad que vive en los pisos superiores del colegio. Toma rápido la palabra para decir “yo solo quiero decir que gracias a nuestros profesores”, y no pudo seguir por las lágrimas de emoción. Gracias a los profesores que cuando esto estaba hundiéndose vinieron a rescatarnos a nosotras y al colegio. Rescatarnos porque estaban aisladas, sin luz, ni agua, sin poder salir, mayores…  Y sus profesores estuvieron rápidos, fueron su UME, no la “Unidad Militar de Emergencia” sino la “unidad de movilización educativa”. Rápido: a salvar lo que se pudiera, a revisar, a limpiar, a tirar, a limpiar, a tirar… Aulas, patio, comedor, gimnasio, sala de profesores… Contaban cómo a partir del segundo día aparecieron voluntarios, de los cuales no sabían ni nombre ni procedencia, pero que preguntaban “¿en qué podemos ayudar?”, y en lo que se les pusiera a trabajar estaban hasta final de la jornada. Un “gracias” para acabar el día, y al día siguiente más. Más barro, más voluntarios, más solidaridad, más compromiso.

Sor Victoria e Hilari me enseñaban su pequeño patio ya sin barro, y el rincón donde la imagen de una Virgen seguía blanca, como si hubiera podido contener el agua y el barro. Quizá en algún momento Ella mandó parar. No lo sé. 

Respeto por tanto esfuerzo. Reconocimiento por tanta valentía. Admiración por tanto compromiso. Envidia por poder ayudar. De allí camino a Massanassa, al Colegio San José y San Andrés donde hasta hace poco había una comunidad de Hijas de la Caridad y ahora hay un grupo de vicencianos que madre mía… ¡si San Vicente de Paúl los viera! Con Ana, coordinadora de Pastoral, visité el colegio. Detalle de los destrozos, cómo se lo encontraron. Sus palabras eran tan vitales: “viendo lo que estaba pasando, viviendo al lado del colegio, al día siguiente no lo dude, y como tengo las llaves me fui al colegio, avisé a la directora y para allá”. Y más de lo mismo, pero con sus clases, sus espacios, su gimnasio… Para no olvidar cuando Ana nos cuenta lo que le dijo a otra profesora al caer en la cuenta, “¡Ay, La Milagrosa!” qué le habrá pasado… Está siempre en una zona de entrada de un pabellón, sobre una repisa de madera a modo de pequeño altar, una imagen preciosa de La Milagrosa de tamaño natural. Ana decía, “¡qué alegría cuando vimos que el agua no subió más que hasta su peana!”. Rápido la subieron a la primera planta, como si fuera la capitana de aquel colegio-navío que hay que reflotar. Quizá con sus manos extendidas, volvió a parar allí las aguas. Quizá. No lo sé. 

Ana me contaba que en aquel barrio La Milagrosa es muy querida. Y confiaba en que este 27 de noviembre pudiera salir por las calles, aunque sea con barro, aunque no sea con todo el boato, pero decía «el barrio querrá verla”. Yo pensaba “y ella al barrio”.

Al día siguiente Algemesí. Colegios de Maristas, Caridad de Santa Ana, Escolapios. Y siempre la misma imagen: desolación por las calles, destrozos en las entradas de los pueblos, coches amontonados, barrancos reventados… pero como un milagro, al cruzar los portones de cada colegio: manos trabajando, profesores limpiando, religiosos embarrados, todos. Sin excepción. Todos con la misma ilusión y empuje: tenemos que abrir cuanto antes, los niños tienen que volver, los niños necesitan su colegio, los niños tienen que recuperar a sus amigos, los niños tienen que ser cuidados, los niños necesitan su patio, los niños… nos necesitan.

Religiosos como el Hno. Chano, marista, o seglares como Amparo (en Santa Ana) o José (Escolapios)… da igual. Descubrir que la vocación no se agota en el ministerio u opción, sino que hay algo más profundo, mucho más. No puedo no decirlo: el padre José Luis Zanón, escolapio, que fue miembro de la Junta Directiva de nuestra organización hace tiempo decía “a este colegio no lo puede hundir nada”, que para eso su director, seglar, se llama José Manuel pero se apellida “Espiritusanto”. Entre risas el bueno de José Manuel decía “todo os lo debemos a los Escolapios, todo”. 

Hay cosas que quizá nos cansamos de decir, de pensar, de reflexionar, de exponer, de explicar. Comunidad educativa, Iglesia en salida, Sinodalidad, Iglesia en comunión, Hospital de Campaña, Escuela del cuidado, Espacio seguro, y tantos otros conceptos que quizá hasta en algún momento nos agotan. Pero, milagro milagroso, quizá de la misma Madre de Dios, cuando en lugar de pensarlo o hablarlo lo ves… entonces todo pareciera cambiar. Los evangelios no recogen demasiadas palabras de María, un “sí” y un “haced lo que él os diga”. Y en las grandes ocasiones, las de verdad, donde se juega la humanidad y el ser, no hacen falta más palabras. Pocas palabras, y mucha vida.

Javier Poveda
Director del Departamento de Administración y de Cooperación de Escuelas Católicas