Sin la transformación de los profesores en educadores y en activistas espirituales y sociales no se puede hacer nada.
Dejarse afectar por la realidad de nuestro mundo, enraizarse en los acontecimientos que generan sufrimiento socio-económico, esperanzarse con las transformaciones sociales y con el nuevo activismo ecologista de los jóvenes, tener en el centro de vida un arraigo espiritual. Estas cuatro actitudes profundas son esenciales para que quienes nos dedicamos a la educación seamos capaces de creernos de verdad que nuestra misión va mucho más allá de la enseñanza.
La transformación del profesor en educador requiere una pedagogía que provoque algo más que ilusión educativa, pues inexorablemente -y quizá afortunadamente- las ilusiones se terminan perdiendo. Se trata de algo más profundo que va más allá de los estados de ánimo. Me refiero al objetivo de provocar en los profesores “hambre educativa” y “pasión moral” para formar personas con rica vida interior y con prácticas de activismo social.
En esta vida. Suelo decir que los niños y los adolescentes no tienen oídos. Son ojos. No oyen y mucho menos escuchan; ante todo, ven. Lo que los profesores queremos que sean, ¿lo somos nosotros? ¿Qué es lo que ven en nosotros más allá de nuestras palabras? Los estudiantes necesitan referentes vitales.
Los profesores no somos héroes morales. Nadie puede ni debe ser perfecto. Ser humano consiste en asumir las contradicciones e imperfecciones personales, pero esforzarse continuamente para alcanzar la mayor coherencia posible con un proyecto antropológico y moral que marque la vida personal y la acción en la sociedad.
Soy consciente de las dificultades cotidianas de los profesores en Primaria y Secundaria. Conozco a bastantes de ellos que realizan su trabajo en condiciones muy adversas. Ahora bien, ningún cambio en las sociedades humanas se ha realizado sin remar en contra del viento, sin la capacidad de vencer las adversidades, obstáculos y dificultades. Lo fundamental es tener un proyecto y una causa por la que luchar. Los victimismos corporativos no llevan a ninguna parte. Las “comunidades de aprendizaje” están mostrando cómo en contextos muy difíciles se puede transitar del fracaso escolar generalizado a escuelas de educación integral con éxito escolar. Es posible ser algo más que profesores apagafuegos.
El bajo tono educativo y el débil impacto de los centros escolares en la socialización de los niños, adolescentes y jóvenes tiene mucho que ver con la pérdida generalizada de anclaje de los profesores en las sabidurías y en las grandes tradiciones morales que han marcado los mejores proyectos educativos en España y en el mundo. Todos los educadores necesitamos religarnos con potentes corrientes morales y antropológicas que alimenten y fecunden nuestra ética profesional.
Si un profesor no se afana en crecer por dentro, en ser ecologista, en tener cada día más hambre y sed de justicia, no puede implicarse en la tarea educativa que estoy proponiendo. Si un profesor no vibra con la solidaridad internacional o no le duele intensamente el deterioro ecológico o la situación en la que se encuentran los trabajadores pobres y los excluidos sociales, todo está perdido… salvo si existe una pedagogía de reconfiguración de la identidad moral asociada a una profesión tan delicada como es la de ser enseñante/educador. Nadie puede educar si no está dispuesto a estar educándose cada día, si no está abierto al cambio personal y social.
La profesión de enseñar y educar a niños, adolescentes y jóvenes plantea cuestiones personales muy de fondo que afectan a la identidad moral de la persona y requieren un análisis sobre nuestra forma de ser y estar en el mundo. Para transmitir valores y virtudes es necesario construirnos cada día como sujetos éticos, arraigándonos con paciencia y cariño en el amor a uno mismo y en el amor a las personas que vamos a educar, no en un imperativo categórico del deber ser que puede ser destructor.
Edgar Morin afirma en una entrevista en Cuadernos de Pedagogía que “para vivir bien su profesión el profesor ha de reencontrar la pasión y el eros en la misión de enseñar. Dicho esto, es difícil encontrar esa pasión en el marco de una enseñanza burocratizada, pero si se pierde el sentido de la misión, que no es una misión para consigo mismo sino para toda la sociedad, no se puede hacer gran cosa” (nº 342, 2005, p. 42).
Necesitamos profesores moralmente indignados. ¿De dónde puede nacer el giro o crecimiento moral que es la fuente del buen educador? Me parece que de la indignación moral ante realidades sociales intolerables. La indignación conduce a la rebelión y es fuente de energía.
Indignación ante la banalización de la vida, la idiotización y la alienación de masas provocada por esa mezcla de precarización en los ámbitos productivos y seducción del “divertirse hasta morir” en el ámbito del ocio y del consumo. El embrutecimiento humano en las sociedades capitalistas mercantilizadas crece cada día más y las principales víctimas son los niños, los adolescentes y jóvenes.
Indignación ante la fealdad y la negación de la belleza de unas propuestas de vida que están en las antípodas del gusto que genera la inmersión en las bellas artes. Basta con ver, como un indicador más, el videoclip de Rihanna, Bich Better Have my Money Explicit (2015), para captar la basura en que se socializan millones de adolescentes y jóvenes en el mundo. Rafael Argullol ha escrito un texto esclarecedor sobre esta nueva barbarie, titulado Vida sin cultura (El País, 6-03-2015).
Indignación ante la destrucción medioambiental de nuestro planeta por un modo de producción y consumo basado en el crecimiento a toda costa y la orientación del comportamiento hacia la posesión de más bienes y más confort y mayor bienestar material.
Indignación ante la pobreza absoluta en la que viven millones de personas en nuestro mundo, ante el crecimiento de las desigualdades, ante la violación de derechos humanos básicos.
Indignación ante la disciplina laboral y social que imponen a la mayoría de la población un reducido núcleo de plutócratas, políticos serviles y periodistas mercenarios creando la generación de los “jóvenes sin futuro”, de los trabajadores pobres, de los ciudadanos resignados ante los recortes sociales en aras de la reestructuración capitalista. Y todo ello en medio de una crisis en la que las grandes fortunas nacionales e internacionales han multiplicado su riqueza y en la que nunca como ahora la industria del lujo ha tenido tantas ventas y tanta revalorización bursátil.
Necesitamos una intensa pedagogía de la indignación moral para reactivar a la ciudadanía y no sucumbir ante formas modernas de esclavismo. ¿Tenemos que dedicar nuestro trabajo como profesores para la inserción de los niños, adolescentes y jóvenes en el modelo de sociedad imperante?, ¿la enseñanza de las matemáticas, de la física, de la historia, de la lengua, etc. ha de estar a su servicio?, ¿qué sentido tiene enseñar estas u otras asignaturas sin conectarlas con la realidad social y la construcción de una personalidad resistente a la dominación?
La indignación moral pone las bases para la rebelión social, genera deseos y pasiones profundas para que otro mundo sea posible, incide en la decisión de incorporarse a un movimiento social, porque la dignidad de los seres humanos merece y exige ser activista.
Los profesores nos convertimos en educadores cuando esos deseos y esas pasiones nos habitan, cuando los problemas que he enumerado se convierten en cuestiones personales íntimas. Si una persona está poblada interiormente por deseos y pasiones morales y sociales se convierte en transmisor de vida y de ideales altruistas más allá del lenguaje. Los estudiantes saben captar lo que son sus profesores. Perciben los contenidos del lenguaje no verbal y saben apreciar los significados de las formas de ser y estar en el mundo de los docentes.
Rafael Díaz-Salazar
Ponente del XV Congreso de Escuelas Católicas “#Magister. Educar para dar vida”