En esta semana iniciamos el tiempo de Cuaresma y me vienen a la memoria tiempos pasados, aquellos en los que a nivel popular se vivía esta etapa del año litúrgico con un cierto recogimiento. No es que todo el mundo se lo tomara con idéntica seriedad, pero sí es cierto que se notaba socialmente que se trataba de un tiempo aparte respecto al resto del año. Claro que esto les sonará a chino a los jóvenes de hoy, porque al ser hijos de su tiempo en modo alguno podrán recrear lo que vivieron sus abuelos, a menos que cuenten con alguien que se tome la molestia de explicárselo con detalle. Pero también para ellos y para sus padres puedo hablar explicándoles, con lenguaje actual, lo que la Cuaresma suponía entonces y lo que debiera seguir suponiendo en el presente para un cristiano que quiera ser consecuente con su fe: unos días de reflexión y de esfuerzo muy concretos, porque si como creyentes buscamos revivir en nosotros los acontecimientos centrales de nuestra fe, la Pasión y la Resurrección del Señor, es del todo obligado que nos preparemos para ellos. Mejor o peor, pero que de verdad nos preparemos.
Y es a cuenta de esa preparación que estaba recordando aquellas palabras del Señor que invitan a hacer en secreto, es decir, muy privadamente, cosas tan importantes como son la oración, la limosna o el ayuno (ver Mt. 6), algo que el buen judío practicante de entonces, fariseo por más señas, gustaba de hacer alardeando para que los demás reconocieran y aplaudieran su actitud de buen creyente. Pero Jesús lo decía porque buscaba en sus seguidores una actitud responsable, de coherencia consigo mismos y por lo tanto de cara a Dios, y no de apariencia, de actuación cara a los demás.
Han cambiado los tiempos -y también las personas-, y quizá ahora nos sentimos todos más libres para actuar a nuestro aire, sin depender tanto de la opinión ajena, al menos en lo que respecta al comportamiento religioso, porque en otros campos no pasa lo mismo y siguen contando mucho las apariencias. La actitud de antaño era más o menos obligada a nivel social y parecía estarse más pendiente del “qué dirán” que del deseo de Dios. Y, sí, ya sé que esto hace falta explicárselo a quienes no lo vivieron para que puedan captar la diferencia, pero el caso es que tanto ahora como entonces tendremos todos, veteranos y recién llegados, la oportunidad de vivir esas actitudes por dentro o por fuera, en función siempre de nuestras metas.
Si lo que buscamos es sanarnos haciendo ese encuentro de intimidad que el Señor siempre pretende y que nos propone con excusas como son la limosna, la oración o el ayuno, habrá que concluir que este tiempo litúrgico supone una buena oportunidad. Pero si nuestra intención solo gira en torno al aparentar, al cumplir socialmente, o al liberar de escrúpulos nuestra conciencia -que también se da y mucho-, está claro que estos días no tienen más importancia que el resto del calendario.
Buscando un ejemplo que poner sobre esto, recuerdo ese aforismo tantas veces repetido: «No es fuera de ti, sino dentro, donde hace buen o mal tiempo», que condensa esa constatación de que la climatología tiene sus premisas, que hacen que unos días llueva y otros brille el sol, que a veces nieve y otras arrase la sequía, pero que somos nosotros, en nuestro pensamiento y en nuestro corazón, quienes decidimos si eso es bueno o es malo y por lo tanto nos ha de alegrar o entristecer.
Dicho aforismo conlleva un mensaje que es válido para hacer más reflexiones y que yo mismo he utilizado en otras ocasiones para ayudar a caer en la cuenta de que muchos de los problemas que padecemos nacen, crecen y explotan, dentro de nosotros en vez de fuera. Que lo que suponemos como algo negativo que nos llega sin desearlo ni buscarlo es en realidad algo muy nuestro que se cuece en nuestro interior. Pero aquí también lo veo apropiado para explicar que todo lo que tiene que ver con nuestro encuentro con Dios es un tema de intimidad más que de exterioridad, pues es dentro de nosotros, en lo más profundo de nuestra mente o de nuestro corazón, en donde se cuece -como digo- lo esencial. Y seguramente por esa razón Jesucristo invitaba a ese “hacerlo en secreto” que nada tiene de misterioso u oculto. Él sabía muy bien que cosas tan importantes como esas tres, la caridad, la oración y el ayuno, son tema de intimidad entre nosotros y Dios, y por ello el “airearlas” como buscan quienes quieren aparentar piedad o santidad es una pérdida de tiempo, por no decir un pecado.
Sí, eso sugiere esta frase al recordarnos que es dentro de nosotros donde hace buen o mal tiempo, porque es en nuestro interior donde se decide que el sol o la lluvia, el viento o la calma, son buenos o malos. Como también es dentro de nosotros donde queda establecido el valor que damos a hechos y acontecimientos lo mismo ajenos que propios. Y, hablando de meteorología, es como el uso que podemos darle a un paraguas, que lo mismo sirve para defendernos de la lluvia que del sol, o para pasear apoyándonos en él y hasta para dar prestancia al típico ejecutivo inglés de la City londinense. Para que comprendamos que somos siempre nosotros quienes decidimos el valor o la utilidad que tiene todo lo que utilizamos, independientemente de las cualidades que lo adornen.
En este caso, la “meteorología” vendría a ser esa Cuaresma que todos los años llega puntualmente a su cita, sin importar la valoración que de ella hagamos nosotros. Y que está ahí, a nuestro alrededor, ofreciéndonos la posibilidad de empaparnos o solearnos con ella, y de la que podremos escapar -tal como muchos pretenden- si nos proveemos del paraguas adecuado reduciéndola a ese acontecimiento externo, venido de fuera y orientado a nuestra superficialidad, y no la recibimos como lo que en realidad es: una lluvia que empapa o un sol que ilumina y calienta.
Pero si la entendemos tal como se nos viene proponiendo desde hace siglos, comprenderemos que, por encima de modas y de tiempos cambiantes, lo que se nos ofrece con ella es la posibilidad de hacer un encuentro de intimidad con Dios en el que esa triple herramienta que configuran la oración, la caridad y el ayuno, entendidos como un todo que no se puede disociar, se convierte en llave que abre la habitación en la que se gestiona ese encuentro. Y allí dentro, a solas con el Señor, podremos prepararnos para entender por qué el grano de trigo ha de morir para poder germinar (Jn. 12,24), que es la enseñanza mayor de esa Pascua a la que nos encaminamos.
Porque es difícil, pero que muy difícil, aceptar la muerte no como algo inevitable y consecuencia lógica de los años que progresan sin cesar y de la salud que se nos escurre por las junturas, sino como una necesidad imperiosa para poder alcanzar la VIDA (con mayúscula). Y a este descubrimiento solo se llega cuando esa triple herramienta que digo se emplea a fondo de manera que la oración se convierta en una “muerte” continua a nuestra convicción de suficiencia, de independencia de la ayuda divina; la caridad lo sea a nuestro egoísmo y al afán de tener más de lo que necesitamos; y el ayuno, el morir a la petulancia de creer que solo necesitamos alimentos y cosas materiales para poder vivir.
Es el razonamiento que Jesucristo emplea con el Tentador (ver Mt.4,1-11; Mc. 1,12-13; Lc.4,1-13) cuando es puesto a prueba para iniciar su vida pública, acreditando así su condición de Mesías prometido y esperado. Los evangelistas lo resumen en un único momento y en una situación muy concreta, la de su tiempo de retiro de preparación en el desierto, pero seguramente está recogiendo las muchas veces que a lo largo de su acción mesiánica fue puesto a prueba lo mismo que lo somos nosotros en nuestra cotidianeidad. Porque la acción del Mal que personificamos en el Diablo (= el que divide, el que enfrenta) es igual para todos, ya que constantemente somos tentados con el conseguir milagrosamente lo que debiéramos obtener por el camino del trabajo; con vivir de las apariencias en vez de por los hechos, por más que éstos no den la talla; y con poseerlo todo y tener autoridad y poderío, aunque sea a costa de adorar a ese Diablo que pretende usurpar a Dios.
Jesucristo, como cualquiera de nosotros, vivió esa cotidianeidad sazonada de pruebas y tentaciones continuas que nos invitan a cambiar el rumbo que Dios mismo nos ha propuesto para vivir correctamente la vida que Él nos regala. Pero, a diferencia de nosotros, supo decirles continuamente ese NO que reafirma la voluntad divina que debe guiarnos y que afianza la consagración, el compromiso, que nos ata a Dios y a su Cristo, el Mesías que nos muestra el camino de la reconciliación y la vida.
¿Vivir hoy la Cuaresma? Te resultará fácil si tienes claro que, por encima del cumplimiento de siempre, de la rutina de siglos, está tu oportunidad de hacer de la caridad, de la oración y el ayuno, una oportunidad individual e íntima de dejar atrás lo que te esclaviza, de morir a lo que te aleja de Dios, para introducirte y enterrarte en esa tierra –que antiguamente llamaron Calvario- que te permitirá germinar para la VIDA.
Y ahí es donde comienza otra historia, la de tu resurrección con el Cristo al que habrás imitado en su muerte (ver, p.e.: Rm.8,10-11; Ga.6,8; Ef.4,22-24; 1Ts.4,14; 2Tm.2,11).
Chema Álvarez
Sacerdote, Misionero del Sagrado Corazón
Autor de la colección “Religión para torpes” publicada por San Pablo