Hace unos días tuve la oportunidad de asistir al preestreno de “El olivo”, la última producción de Iciar Bollaín que cuenta la historia de Alma y de su aventura para recuperar el olivo milenario de su yayo. Un cuento de un abuelo, de su nieta y de un olivo, un canto al amor y a la familia que no debería pasar desapercibido en las aulas de nuestros centros.
Según su directora, “El olivo” es un grito en contra del despilfarro y el inconformismo pero a la vez un grito de esperanza porque no todo está acabado.
«El olivo» habla de eso, de un olivo, de uno milenario propiedad de la naturaleza y de la historia que le ha visto crecer y no de los dueños de la tierra en la que fue plantado. Habla de ecología, de cuidado y de respeto.
«El olivo» habla de corrupción aunque muy poco, del boom inmobiliario y de la crisis económica, pero sobre todo de la de valores, de la que hace palidecer las caras, de aquella en la que la desgracia te vence y se apodera de ti.
«El olivo» habla de redes sociales y de millenials. De esos jóvenes ilusionados, creyentes en el buen hacer, en el poder del compartir, del bien común, de las buenas causas, en el “todo es posible” y en que lo importante es empezar a andar que luego alguien ya “te ayudará por el camino”. Alma encarna esa generación y es “una fuerza de la naturaleza” según la propia Bollaín.
“El olivo” habla de un viaje a Alemania sin rumbo y sin lógica. Es el viaje vital de sus protagonistas. Un viaje en el que entienden por fin lo que han vivido (y sufrido) en sus últimos años. Un viaje cargado de sinceridad, de risas y de lágrimas donde los vínculos familiares se refuerzan o se crean, según se mire.
Pero “El olivo” habla principalmente de las raíces, de la familia y del amor. Del amor de un tío a su sobrina. Del amor de un hombre a una mujer, pero sobre todo del amor que se profesan una nieta y su abuelo y que personalmente solo he llegado a entender cuando he visto a mi hija con mi padre. Habla del cariño, de las caricias, de las canciones, de los olores, de las texturas, de las risas, de los momentos compartidos y de los consejos que nunca, nunca se olvidan, como si fueran semillas que arraigan en nosotros. Habla de la juventud de los abuelos cuando están con sus nietos y de la madurez de los niños cuando hablan con sus abuelos.
Bollaín refleja con una sensibilidad exquisita la relación entre la protagonista y su abuelo. Una conexión que nadie entiende, ni siquiera su padre y que por supuesto, nadie comparte. Relata el vínculo especial entre Alma y su yayo, y entre el yayo y su olivo, el árbol milenario que representa su vida, sus raíces, sus ancestros. Un árbol que ha vivido varias generaciones y seguirá viviendo “Os imagináis… ¿Cómo será la vida dentro de dos mil años?” pregunta Alma en un momento de la película.
Yo no sé cómo será ni siquiera dentro de 10 años. En mi caso mi hija no ha tenido la oportunidad de compartir un olivo, ni ningún otro árbol con su abuelo, pero sí experiencias, mimos y muchas pelotas, las que él le regalaba y que todavía guarda con un cariño especial en un lugar privilegiado de su cuarto y de su vida. No sé si las pelotas durarán 1.000 años pero estoy seguro de que irán allí donde ella vaya y, aunque no se puedan plantar, ya están dando el fruto que el abuelo sembró en ella. Gracias papá.
@albertomayoral
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