Nada más empezar a escribir estas líneas para el blog y con esta antífona de Taizé sonando de fondo una y otra vez, aparece en mí, nuevamente, la dificultad de expresión, la tensión, el dolor y también la vergüenza que ya me había acompañado durante el largo proceso de elaboración de la Guía para la prevención y reparación de abusos sexuales a menores en centros educativos. Soy consciente de que todo lo que siento no podrá acercarse, ni de lejos, a lo que han sentido y vivido cada una de las víctimas, todas ellas con sus nombres y apellidos; con una historia personal igual de rota que la de una taza lanzada contra el suelo.
Hablamos de ser escuela evangelizadora y expresamos, en cada uno de nuestros documentos y anhelos, el deseo de encarnar los valores del Evangelio en los colegios aterrizándolos a lo concreto. Deseamos que los miembros de la comunidad educativa podamos sentirnos parte de una especie de vajilla donde en cada taza, jarra o vaso podamos ir descubriendo que el gran vacío u oquedad que tenemos como seres humanos es para contener la vida que se nos ha regalado y poderla derramar a los demás. Somos barro en manos del alfarero (Jr 18, 6), cuencos moldeados por sus manos, hechos con su cariño y ternura: nuestro Dios es ternura.
¿Qué tipo de pastoral debemos potenciar cuando alguien, hecho también con ese mismo amor, tira al suelo una de las vasijas y la rompe?
En la Guía hablamos de un tipo de pastoral que debe girar siempre en torno a la sanación y el cuidado, acompañando al menor en la reparación del daño espiritual. Una pastoral que muestre siempre la imagen del Dios amor de manera actual y cercana donde la persona pueda reencontrarse con la confianza perdida. Cada uno de nuestros centros, como espacios educativos de iglesia, debe tener posicionamientos claros en favor de la víctima y pronunciarse cuando hay personas que rompen, y no por accidente, esa fragilidad del menor, por mucho que no lo podamos entender. Para vencer la desconfianza, la cultura que debe acompañarnos siempre es la de la transparencia, no la del silencio. Nuestros espacios deben basarse siempre en el buen trato, ser coherentes hacia lo que creemos y celebramos, espacios donde las personas promuevan un tipo de relaciones que se alejen de la asimetría, de la desigualdad de poder y de la manipulación. Nuestra pastoral del cuidado debe repetir una y otra vez que Dios nunca va a desearnos sometidos, violentados, machacados o humillados. El modelaje a cada cuenco de su vajilla se basa en el cuidado y si en algún momento algo terrible sucediera, si algo o alguien dejara a una de sus criaturas postradas y con la cabeza agachada, Él siempre saldría al encuentro volviendo a modelar. ¿Dónde podemos reconocer al alfarero? En cada espacio donde hubiera acogida sin juicio, donde se crea y potencia a las personas por ser ellas y donde puedan volver a creer en sí mismas. Nuestro Dios es ternura.
¿Se puede volver a confiar nuevamente en alguien después de este tipo de experiencias? ¿Puede alguien víctima del abuso sexual volver a abrirse al amor y la ternura? Los expertos dicen que no es fácil pero tampoco imposible. Así nos lo confirman diferentes testimonios que han podido compartir su experiencia.
Un Dios amor nunca tendría un discurso enfocado a: “no hay apenas grietas”, o “las fisuras casi ni se notan”, “el tiempo lo cura todo y hará que te acostumbres”. No. El cuenco se ha roto porque alguien así lo ha querido, porque alguien no ha sido ni amor ni ternura de Dios. Así de duro y de inexplicable.
Cuentan que en el s.XV cuando el comandante en jefe Ashikaga Yoshimasa envió dos de sus tazones de té favoritos para ser reparados se los devolvieron con unas feas grapas de metal que no fueron de su agrado. Así que pidió a artesanos japoneses que mejorase esa reparación. La técnica que utilizaron, hoy conocida como Kintsugi, un pegamento especial mezclado con polvo de oro u otros metales preciosos, permitió no solo devolver la funcionalidad a las tazas apreciando lo quebrado, sino a encontrar valor en cada una de sus grietas viendo en ellas experiencias de superación y resiliencia.
Reconozco que el Kintsugi me atrae aunque siento que sería todo mucho más bello si no se hubiera destrozado. Ahora bien, de estarlo, la llamada que se nos hace es a no apartar la mirada. Hay que ir recogiendo cada uno de sus fragmentos, tratarlos con cariño porque solo el amor y acompañamiento podrán ir juntando, reparando y hasta sanando cada uno de los trozos.
Ese material precioso que puede reparar y juntar los pedazos deberá basarse en la acogida sin juicios, en la escucha. Las muestras de apoyo sincero de la institución pidiendo perdón sin anestesia ni peros que lo valgan, hará ver que desde el minuto cero puedan experimentar que se ha puesto de su parte, y que en cada acto que hacemos ven a ese Dios amor en nuestros gestos. Los especialistas hablan de ayudar a que las víctimas puedan acoger, aunque esas grietas estarán siempre, a que aprendan a convivir con lo que ha sucedido porque gracias al amor se les hace posible ir mitigando y conviviendo con el dolor.
Hacer propia la fragilidad de los demás, levantar y rehabilitar al caído, promover estructuras en las que todos nos pongamos en movimiento: acompañar, atender y sanar es lo que haría Jesús de Nazaret hoy. Reconstruir el mundo herido y dolido es tarea de todos si realmente creemos y cantamos que: “Dios no puede más que darnos su amor. Nuestro Dios es ternura”.
Dolors García
Directora del Departamento de Pastoral de Escuelas Católicas