Los tiempos de Adviento y Navidad están preñados de promesa, y a pesar de que cada año los vivimos desde la rutina de los símbolos y las desmesuras, queda en nosotros un espacio siempre abierto para el encuentro y la sorpresa.
La promesa de salvación ha encontrado este año una nueva esperanza, superar la pandemia y volver a abrazarnos, emerger de la soledad de nuestras relaciones, desconfinar el alma para poder urgir sin miedo a que despierten nuestros silencios acumulados, a que se sumen a la voz de los reintentos, a que hablen de sus aprendizajes y caminos recorridos.
Caerán las mascarillas, veremos de nuevo los rostros por ellas mutilados y nos haremos cómplices de las sonrisas completas y de las muecas de tristeza. Caerán las mascarillas, no importará la lógica del discurso ni la timidez de las palabras porque, como dijo el poeta, lo que cada uno es nos distraerá de lo que dice. Caerán las mascarillas, y dejaremos entrar en nuestra intimidad, tantos meses custodiada, bocanadas de vida compartida en encuentros que no dejen nada para mañana.
Habremos aprendido muchas cosas, que los gestos pueden ser precisos y contener mil mundos transformados, aunque se escondan en el miedo al contagio y desesperen por los encierros deshumanizados, serán ya gestos que nos salvan, nacidos de la ausencia y criados por la esperanza. Habremos incorporado al lenguaje del alma nuestros ojos, y los ojos de todos, resaltados en rostros enmascarados, espejos de emociones sin mentiras, a veces entre brumas de cristales empañados pero siempre moviéndose inquietos para expresar todo el universo en el que aprendimos a vivir desde el confinamiento de los sentidos. Habremos aprendido que necesitábamos salir a los balcones, escribir “estoy deseando verte y abrazarte”, tal vez a ser más conscientes de los muros invisibles que nos separaban, esos de los que tanto nos advirtieron pero que solo nos ha descubierto la ausencia.
Y entre esos muros, habremos aprendido a aborrecer las pantallas, que se habían instalado en nuestras vidas, tantas veces distrayéndonos de lo primordial, impuestas como progreso necesario para nuestro crecimiento, también para la acción educativa. Es cierto que esas pantallas nos han rescatado de la pérdida de los encuentros, convirtiendo nuestras islas confinadas en oasis de sentido, pero necesitamos que junto a las mascarillas caigan también las pantallas abrazadas como definitivas, para recrear los espacios que salvan nuestras rutinas.
Cuando las mascarillas caigan no encontraremos un mundo definitivo, ni una escuela recuperada de sus complejos, no seremos mejores que los rostros que cubrieron. El valor de las utopías se mide por la tensión vital a la que nos empeñan, su trampa se mide por el sentimiento de haber vencido dificultades y acomodarnos para vivir de rentas no siempre alcanzadas. A quienes tenemos fe nos ayudará la experiencia de tantas navidades salvadas de los excesos de palabras vacías, de celebraciones impuestas, de fraternidad fingida. Ya sabemos que la promesa no suple el compromiso, hemos aprendido a deconstruir esperanzas a partir de las humildades de Dios: un niño en pañales para anunciar salvación, un predicador errante para enseñar el poder de las palabras sencillas, un descenso a los infiernos para compartir el valor de la redención. Dios se hace promesa en las posibilidades convertidas en revelación de su presencia.
Cuando las mascarillas caigan tendremos que levantar nuestros brazos para transformar el mundo que vivimos en posibilidades divinas de salvación.
Pedro Huerta
Secretario General de Escuelas Católicas