La palabra “competencia” (competency) se empezó a utilizar en inglés en el siglo XVI para expresar la habilidad de hacer frente a las demandas de la vida. En latín, competentia apuntaba a la cualidad del que se hace responsable y que lucha para alcanzar un objetivo junto con otros. Aunque el currículum y los grandes organismos internacionales interesados en la cuestión proponen definiciones más descriptivas, esta perspectiva etimológica nos recuerda por qué es tan importante apostar por el desarrollo competencial en el ámbito educativo.
¿Nos hace falta un recordatorio? Seguramente, no. Gran parte del profesorado de hoy lleva oyendo hablar de competencias desde antes de pisar el aula, y cada vez son más significativos los argumentos que defienden una educación competencial. Con la LOMLOE, tenemos otro imperativo más.
¿Nos hacen falta mejores herramientas? Todo apunta a que sí. Porque reconocer que las competencias son importantes, no nos indica cómo desarrollarlas. No nos cuenta cómo acompañar el progreso del alumno, cómo recoger evidencias y cómo analizar si lo que hacemos en el aula está teniendo impacto o no. Tampoco nos dice en qué, y sobre todo de qué manera, nos hemos de formar como educadores para conseguirlo, qué tipo de liderazgo conviene ejercer en un centro o qué condiciones son necesarias para poder realizar una verdadera “transformación competencial”. Necesitamos mejores herramientas porque muchos alumnos todavía reciben una educación más parecida a la que recibieron sus profesores que a la que les prepara para la vida en el mundo de hoy.
Nombrar las competencias es fácil. Pero, ¿sabemos reconocer los comportamientos y actitudes que dan testimonio de la competencia en acción? Cada competencia es un constructo de dimensiones y subcompetencias variadas. Si queremos evaluar al alumnado en su desarrollo competencial y darle un feedback de calidad que le ayude a dar el próximo paso, el profesorado también debería participar en la reflexión sobre qué significa realmente cada competencia y cómo se reconocen sus diferentes niveles de adquisición.
Tener esta conciencia del objetivo a alcanzar (juntos, como responsabilidad compartida), ayuda a encontrar los cómos. Esto, unido a una buena planificación para la recogida de evidencias y su análisis, que permite saber en qué medida el trabajo que se realiza en el aula está siendo eficaz, es lo que dibuja el mapa y nos ayuda a corregir y calibrar el recorrido.
Nuestra intuición profesional es una fuente valiosa de información, pero es imperfecta y no puede ser la fuente única. ¡Seamos verdaderos investigadores de nuestra profesión!
A través del proyecto de investigación Educación Clave, en el que desde 2017 hemos colaborado, Escuelas Católicas, las Misioneras Hijas de la Sagrada Familia de Nazaret y la entidad evaluadora D’EP Institut, hemos podido indagar (con el apoyo de Porticus) sobre estas cuestiones y otras claves, nuevas y no tan nuevas, necesarias para potenciar el desarrollo competencial en el aula.
El proyecto nos ha confirmado la importancia de tener una visión compartida donde el liderazgo esté distribuido, el profesorado esté formado de manera colaborativa y planificada (impacta más en el aprendizaje del alumnado cuando el profesorado trabaja de manera coherente y con un lenguaje compartido) y se ofrezca un buen acompañamiento para la puesta en práctica en el aula. Metodologías activas y evaluación auténtica para un aprendizaje personalizado donde cada alumno y alumna lidera su propio proceso de desarrollo; compromiso y motivación de la comunidad educativa: cuando existen, ha quedado medido y demostrado con el proyecto que el alumnado progresa competencialmente.
Ya lo sabíamos, pero cuando se trata de competencias no importa tanto el conocimiento, sino qué hacemos con él en determinadas situaciones. Para educar en competencias, seamos nosotros también competentes. Sigamos aprendiendo, analizando y reflexionando en base a evidencias sobre nuestro trabajo.
Eline Lund
Asesora pedagógica de Escuelas Católicas y responsable del proyecto Educación Clave